domingo, 29 de julio de 2012

Entrega #5


CANCIONES YOLOFAS














BALADA DE INICIACIÓN 

Me dijiste que sí, toma mis labios.
Toma mis manos, me dijiste que sí.

Al crepúsculo los caminos son tristes
al amanecer nos invitan a caminar.

Para qué la luna, aquí tienes mi sonrisa
aquí tienes mis brazos, para qué la luna.

No parpadees cuando te mire a los ojos
deja ver, cuanto de mí, en tus pensamientos.

Susurro a tu oido, sueñas con frutas.
Sueñas con hijos, susurro a tu oido.

La brisa vespertina hiere al inconsciente calor
como tu candoroso sí, a mi longeva soledad.

No toques las estrellas, ellas te queman.
Ellas te miran, no toques las estrellas.

Mis manos engreídas con tu lozanía que enamora
también, cuando ya la brisa ondule sobre la piel.

Me dijiste que sí, toma mi esencia. 
Toma mis sueños, me dijiste que sí.

 

LA LUZ EN EL CUERPO 


El futuro es, enésimos caminos
siendo el presente, de todos uno.
y una luz es la vida
que guiada por el tiempo
ilumina el escogido.
¿Se lo busca el ser?
¿Se lo escoge el destino?
La vida es, presente en movimiento
siendo el pasado, presente congelado.
Hubo días donde el cuerpo no estuvo.
Habrá días donde el cuerpo no estará.
¿Será que sin la materia fuimos?
¿Será que sin la materia seremos?

 SALDANDO CUENTAS


Aquí te entrego
el mundo que imaginamos
las promesas que nos hicimos
los tangibles que compartimos.
Los momentos felices
incrustados en la memoria
te los iré devolviendo
en la medida reposada
en que el tiempo inflexible
los vaya desprendiendo.

Trayendo a colación


OTRA PARTE DE LA PRIMERA PARTE DE UNA NOVELA EN PROCESO 

La gente, intrigada, se detenía para observar tratando de entender el por qué y el para qué: inicialmente coloqué dentro del agua dos estacas separadas cincuenta metros exactos. Con cronómetro en mano cubrí la distancia tantas veces fue necesario tratando de mantener constante la fuerza aplicada a los remos en ambas situaciones, dentro y fuera del agua, hasta calcular una velocidad aproximada de desplazamiento de la canoa. En la orilla precisé un punto, luego, considerando la ciénaga como un círculo, ubiqué el otro punto que debía ser lo más diametralmente opuesto. Siguiendo el orden, atravecé la ciénaga muchas veces y promedíe todos los tiempos obtenidos. Con el resultado y la velocidad previamente determinada, supe más o menos cuantos metros había. A dicho resultado le saqué la mitad que, en consecuencia, vendría siendo el radio. Así procedí desde otros puntos logrando un área mucho más pequeña que la fijada anteriormente en compañía de Pepe, del  posible centro de la ciénaga. Coloqué allí una pequeña bolla. Algunos hacían bromas, otros más directos decían, “está loco,  amárenlo”… ¡sinceramente, conocieran ustedes a Sabanas! En citada labor caí al agua dos veces, primero porque me enredé y perdí el equilibrio, después porque los más jóvenes improvisaron una competencia de nado en donde la meta fue la canoa y zas, llegaron casi al mismo tiempo; volví a sentir el sabor del agua, esa que tantas horas felices le regaló a mi niñez y a gran parte de mi adolescencia. Al ver mucha gente presenciando e importunando las maniobras, tomé ciertas precauciones para no despertar sospechas sobre las verdaderas intenciones, recogí todo, inventé historias que daban cuenta del interés de La Gobernación sobre la ciénaga, casi no podía caminar por el asedio, me fui y volví en la noche. Efectivamente, en el centro localizado de forma artesanal, a pocos metros de la pequeña bolla, encontré una talega con papeles plastificados, el primero que saqué decía a manera de título: “Espera a quien te los reciba, o espera el llamado”. ¡Qué falta tan grande me hizo Pepe en aquel momento!, más que en los días posteriores a su deceso, más que el domingo de las nostalgias en Pradomar; incluso, más que  el día infausto de la visita a Jacoba: no quisimos importunarla dándole semejante noticia de repente. Considerando su delicado estado de   salud, nos abstuvimos de ir por allá durante un tiempo para evitar mentirle al respecto cuando preguntara por su entrañable amigo. Llegué, saludé, “hola, Jaco”, como le decíamos por cariño, empecé a hablarle receloso de que de pronto saltara la liebre en el sentido del reproche: “ustedes en verdad no tienen consideración conmigo”, pero fíjense que no, ya lo sabía y fue dulce su ‘sentido pésame’. ¿Cómo lo supiste? Le pregunté. “Al día siguiente, tarde en la tarde, cuando me senté en la terraza para coger fresco pregunté por la vecina; la hija me dijo que tenía los pies postrados porque los zapatos le tallaban y acababa de llegar de un sepelio… ¿y eso?, ¿Quien murió?... el papá de Inesita, me contestó… ¿el viejo Pepe?, ¡no puede ser! De la impresión intenté levantarme y no pude, estaba como atornillada en la mecedora”, fue su versión.

Tanto oír a la gente decir que venía de un sepelio y nunca sopesé lo que eso significaba visto desde adentro, ¡que la gente se refiriera así de Pepe!, de verdad me causó un tremendo impacto: fue a un entierro y precisamente al de mi padre… quedé conturbado a pesar de los días que habían pasado. Inesita, mi hermana, la referencia familiar, si supiera ella cuanto deseé que estuvieran hablando de otra Inesita; sin embargo, con la talega en la mano fue cuando sentí el mayor vacío dejado por Pepe, porque además de su ausencia, acentuada en aquel momento, también estaba la necesidad de compartir semejante hallazgo, el cual, de seguro, solo debía ser develado ante él y luego proceder según el escrito: “espera a quien te los reciba o espera el llamado”, y a pesar de lo extraño de todo aquello, no sentí ningún deseo de seguir leyendo; aun pensando en él, hice un hueco en el patio y enterré la talega. Seguido entré al cuarto usando la puerta falsa. La luna se paseaba oronda mostrándose llena. Me acosté en la hamaca, no tenía ni pizca de sueño. Sin saber el motivo, entró en mi mente la imagen de un hermano ahogándose con un pedazo de panela de los que mamá acostumbraba repartirnos, preciso en ese mismo cuarto, el que compartíamos cuando vivíamos en Sabanas. Algunos recuerdos quedaron tatuados a pesar de los hechos haberse producidos siendo muy niño y otros se reconstruyeron a punta de preguntas. La gente evitando contagiarse cuando me dio la fiebre tifoidea, no hizo sino seguir la linea: ahí viene el preguntón, decían, y me sacaban el cuerpo.

Luego que salió mi hermano de la mente tosiendo casi hasta el ahogo, entró Inesita, en cuyas manos divisé un pantaloncito corto; yo, desnudo, me resistía, y ella trataba de persuadirme: “ven jicho, póntelo, ya nos vamos para Barranquilla”. Recuerdo que dando vueltas en la hamaca escuché a lo lejos el canto de un gallo, luego, más cerca, en la diafanidad del silencio de esa hora se oyó clarito a alguien saludando y a otro contestándole, seguido empezó el concierto, lo más hermoso que oído alguno pueda percibir, el canto de los pájaros en las madrugadas campesinas. Deben ser las cuatro, calculé. Quise levantarme para tapizar los campos de alpiste en compensación por tan hermoso regalo. Mamá fue asentándose en reemplazo de Inesita; el éxtasis de los trinos cedió espacio y la visualicé tal como Pepe me dijo que la había visto la primera vez; según él, tuvo que agudizar la vista para cerciorarse que en realidad tocaba el suelo al caminar porque le pareció que flotaba.

 “Mijo, estaba recién llegado a San Basilio, los maestros de entonces teníamos nuestra importancia”, me dijo, miró hacía la nada como deleitándose con los recuerdos y continúo: “supe que en el pueblo un  grupo de mujeres tenía el trasmallo armado para capturar a los forasteros. Se rifaban el turno entre las interesadas; según el sorteo establecido le correspondí a una muchacha  muy bonita llamada Eugenia; tres tardes después de haber llegado me la señaló el otro maestro, quien ya tenía dos hijos gracias al trasmallo. Me sentía engreído, mijo, la mejor época de mi vida, no me cambiaba por nadie, luego sucedió… vi a Isabel, ¡qué belleza! Ella ni me determinó. Tal vez sabía lo del sorteo. Eugenia y todas las otras desaparecieron de mi interés, no había caso, si no era ella ya no sería ninguna. Esa noche me dio fiebre. Imaginé que el pueblo estaba en gran peligro y salí decidido a ponerme al frente de la situación para ganarme su aprecio, ni aún en mi mente ella se dio por aludida. Desperté al día siguiente anhelando verla, la única razón de mi vida, me prometí no preguntar la tabla de multiplicar del siete salteada, como lo tenía previsto, si la veía”.

El fuerte olor a café hirviendo señaló la hora de levantarme sin haber pestañeado siquiera. Otrora, el tinto matinal constituía el más hermoso momento cuando vivía mi abuelo, el posillo en el piso esperando que se enfriara un poco mientras le leía a Vargas Vila, él entrecerraba los ojos y los abría desconsolados  a ratos, en medio de la lectura de “Almas dolientes”. Una mañana de esas no hubo lectura, tomamos más tinto que de costumbre; el libro, tenía en las manos a “Los Césares de la decadencia”, no se abrió porque antes del primer sorbo le solté la pregunta: “abuelo, siendo la familia de mamá acomodada y Pepe maestro de escuela, ¿no hubo impedimento?”. Los ojos se le iluminaron, le salió un silbido largo, me contestó: “tu papá se enamoró de verdad, aguantó como solo lo hacen los enamorados. Pasa que cuando el verdadero amor converge en el matrimonio, habiendo después tanto tiempo sin interrupciones de ningún tipo, las emociones se reacomodan, reina la serenidad, pero ustedes son producto de un gran amor”. 

En las fiestas de San Basilio, al maestro Pepe le concedieron el honor de organizar ciertos actos, entre los cuales hubo una competencia que causó  mucha hilaridad: cada participante, hombres y mujeres, sostuvo por el mango una cuchara con los dientes, en la pala de ésta colocaron un huevo y salieron raudos tratando de no dejarlo caer. Pepe  iba ganando, miró de reojo y se dio cuenta que quien venía en el segundo lugar era la ‘niña’ Isabel. ¿Sería casualidad o estaba escrito que yo tenía que nacer?, porque el huevo dio el salto más inesperado de la cuchara y Pepe quedó sin opción; ella, al ganar, de la alegría le regaló una mirada dulce e inocente, suficiente para terminar de descomponerle la tranquilidad en los días sucesivos. Eugenia le mandó razón pero ya él estaba enfermo de amor. Enfermar de amor es sentirse sublime, inmaculado, y a él no le apetecía curarse, por el contrario, deseaba postrarse más para que Isabel, la que flotaba al caminar, se condoliera y le regalara muchas miradas dulces e inocentes.

Mamá cuando supo de las pretensiones del maestro, de que había desairado a Eugenia por ella, lo que hizo fue esconderse. Pasaron varios días antes de volverse a ver, el maestro se equivocó intencionalmente de casa y fue a elevar querella sobre la incapacidad de un alumno, que él pensaba vivía ahí, de aprenderse las tablas del siete salteadas. El papá de Isabel, o sea, mi otro abuelo, lo recibió en la sala; como era la costumbre de entonces, le brindaron algo de beber helado y galletas hechas en casa. Cuando él hubo terminado, mi abuelo llamó: “Isabel, ven a recoger estos peroles”. Pepe me contó a manera de gracejo que en ese momento sintió ganas de salir corriendo. Ella entró sin saber de que se trataba y al verlo, del mismo susto, trocó la otrora mirada dulce e inocente por una adusta. “Niña, el maestro pensó que tu ahijado vivía aquí”, le dijo mi abuelo y, “ve, acompáñalo, y de paso le dices a tu compadre que mañana no se le olvide ir a herrar los toretes”.

Debieron jurarse no comentar lo acontecido en el trayecto, porque al respecto existe un bache: ninguno quiso soltar prenda. De tanto insistirles fue que un día a Pepe le salió: “Se que me tienes viviendo en tus pensamientos y también se que ahí gozo de buena salud”, dijo él que le había dicho. Ella, en cambio, lo contradijo: “¡no juegue Pepe, tú si inventas!, hasta te ‘torcí los ojos’ cuando supe que habías castigado al muchacho”. Mamá nunca dio su brazo a torcer cuando tomaba una posición fuere cual fuere el asunto; debió estar muy enamorada al ceder ante las pretensiones del maestros, pero lo hizo a su  peculiar estilo porque lo único que quedó confirmado fue la forma de darle el sí: “no vayas a pensar que vas a jugar conmigo, en las próximas fiestas nos casamos”. Ya ellos consentían, faltaba convencer al resto de la familia y ahí fue Troya. Mi abuelo, o sea, el papá de Isabel,  hizo que trasladaran al maestro Pepe para otro corregimiento, pero el maestro no quiso seguir siendo más maestro y se dedicó de tiempo completo a comportarse igual a los enamorados empedernidos: tomaba ron en la cantina y siempre solicitaba una canción que ella sabía que el único mérito del compositor era habérsele adelantado porque preciso eso era lo que él seguramente siempre había querido decirle: “si supieran cuanto nos amamos, tal vez entenderían mejor las cosas”.

Aquí sigue un túnel más largo, en cuya construcción participé por el amor a ambas familias,  y al final del mismo está el matrimonio: cuota inicial de mi existencia. ¡Miento!,  el verdadero final de esta parte de la historia fue que Pepe volvió a ser maestro en San Basilio.

Salté de la hamaca, después de bañarme y tomar tinto, salí a enterarme si se comentaba sobre alguien merodeando en la noche por los lados de la ciénaga, afortunadamente nada, todo estuvo de lo más normal.

Nota: ‘La doctora’, entrega #2, hace parte de la segunda parte de una novela en proceso.

PALABRAS EN EL COLUMPIO

















¡En la foto añosa estamos jóvenes, en la foto joven estamos añosos!

De tener siquiera un bosón del poder que me endilgas, ten la seguridad de que  contrario a lo que piensas, todo lo invertiría en la creación de un mundo que te llene de regocijo, pues, debes saber que el poder que daña, al ponerse en práctica, va debilitando su propia fuente.

-Ese canario no canta nada.
-Lo que pasa es que éste es el compositor, al cantante lo dejé en la casa.

Cualquier día pidió permiso para utilizar la bicicleta, así lo hizo durante una semana, después empezó a llevársela sin el permiso requerido, lo cual terminó en costumbre dándose la ocurrencia por casi dos meses. El día menos pensado cuando la fue a coger, el dueño la necesitaba y se lo hizo saber. ¿Le agradeció por el tiempo que la estuvo usando? Analiza tú: “si no me la quieres prestar no me la prestes, qué se puede esperar de ti… ¡ojalá se te espiche!”. Al día siguiente, corajudo él, nuevamente la fue a buscar porque ahora el sol torturaba y el trayecto se le hacía más largo. ¿Se la prestarían?: “nada, está espichada”. Cuando tienes las cosas, les restas importancia, cuando no, sientes que sin ellas la vida no funciona.

¿En qué año se aprobará el TLCC: También La Cultura Cuenta?

-Ve pelao, ¿por qué lloras?
-Es que a Juan le pusieron más comida que a mí… snif…
Al día siguiente le sirvieron doble ración, inclusive, hasta más, con la condición de que si dejaba algo se ganaba unos buenos correazos, aún así el llanto fue mayor.
-¡Puedes llorar lo que quieras, que como no te la comas toda… ya sabes!
-No, no estoy llorando por eso, es que si así es mi plato, ¿cómo será el de Juan?... buaah, no es justo… buaaaahhhh.

Mientes con tanta frecuencia que has perdido de vista la verdad.

Señor Juez, estoy aquí porque me están acusando de inteligente, pero le juro por lo más sagrado que soy totalmente inocente.