CANCIONES YOLOFAS
BALADA DE INICIACIÓN
Me dijiste que sí, toma mis labios.
Toma mis manos, me dijiste que sí.
Al crepúsculo los caminos son tristes
al amanecer nos invitan a caminar.
Para qué la luna, aquí tienes mi sonrisa
aquí tienes mis brazos, para qué la luna.
No parpadees cuando te mire a los ojos
deja ver, cuanto de mí, en tus pensamientos.
Susurro a tu oido, sueñas con frutas.
Sueñas con hijos, susurro a tu oido.
La brisa vespertina hiere al inconsciente calor
como tu candoroso sí, a mi longeva soledad.
No toques las estrellas, ellas te queman.
Ellas te miran, no toques las estrellas.
Mis manos engreídas con tu lozanía que enamora
también, cuando ya la brisa ondule sobre la piel.
Me dijiste que sí, toma mi esencia.
Toma mis sueños, me dijiste que sí.
LA LUZ EN EL CUERPO
El futuro es, enésimos caminos
siendo el presente, de todos uno.
y una luz es la vida
que guiada por el tiempo
ilumina el escogido.
¿Se lo busca el ser?
¿Se lo escoge el destino?
La vida es, presente en movimiento
siendo el pasado, presente congelado.
Hubo días donde el cuerpo no estuvo.
Habrá días donde el cuerpo no estará.
¿Será que sin la materia fuimos?
¿Será que sin la materia seremos?
SALDANDO CUENTAS
Aquí te entrego
el mundo que imaginamos
las promesas que nos hicimos
los tangibles que compartimos.
Los momentos felices
incrustados en la memoria
te los iré devolviendo
en la medida reposada
en que el tiempo inflexible
los vaya desprendiendo.
Trayendo a colación
OTRA PARTE DE LA PRIMERA PARTE DE UNA NOVELA EN PROCESO
La gente, intrigada, se detenía para observar tratando de entender el por
qué y el para qué: inicialmente coloqué dentro del agua dos estacas separadas
cincuenta metros exactos. Con cronómetro en mano cubrí la distancia tantas
veces fue necesario tratando de mantener constante la fuerza aplicada a los
remos en ambas situaciones, dentro y fuera del agua, hasta calcular una
velocidad aproximada de desplazamiento de la canoa. En la orilla precisé un
punto, luego, considerando la ciénaga como un círculo, ubiqué el otro punto que
debía ser lo más diametralmente opuesto. Siguiendo el orden, atravecé la ciénaga
muchas veces y promedíe todos los tiempos obtenidos. Con el resultado y la
velocidad previamente determinada, supe más o menos cuantos metros había. A dicho resultado le saqué la mitad que, en consecuencia, vendría siendo el radio. Así procedí desde otros
puntos logrando un área mucho más pequeña que
la fijada anteriormente en compañía de Pepe, del posible centro de la ciénaga. Coloqué allí una pequeña bolla. Algunos hacían bromas, otros más directos
decían, “está loco, amárenlo”… ¡sinceramente, conocieran ustedes a Sabanas! En
citada labor caí al agua dos veces, primero porque me enredé y perdí el equilibrio, después porque los más jóvenes improvisaron una competencia de nado en donde la meta fue la canoa y zas, llegaron casi al mismo tiempo; volví a sentir el sabor del agua,
esa que tantas horas felices le regaló a mi niñez y a gran parte de mi
adolescencia. Al ver mucha gente presenciando e importunando las maniobras, tomé ciertas
precauciones para no despertar sospechas sobre las verdaderas intenciones,
recogí todo, inventé historias que daban cuenta del interés de La Gobernación
sobre la ciénaga, casi no podía caminar por el asedio, me fui y volví en la noche. Efectivamente, en el centro localizado de forma artesanal, a pocos metros de la pequeña bolla, encontré una talega con
papeles plastificados, el primero que saqué decía a manera de título: “Espera a
quien te los reciba, o espera el llamado”. ¡Qué falta tan grande me hizo Pepe
en aquel momento!, más que en los días posteriores a su deceso, más que el
domingo de las nostalgias en Pradomar; incluso, más que el día infausto de la visita a Jacoba: no
quisimos importunarla dándole semejante noticia de repente. Considerando su delicado
estado de salud, nos abstuvimos de ir
por allá durante un tiempo para evitar mentirle al respecto cuando preguntara
por su entrañable amigo. Llegué, saludé, “hola, Jaco”, como le decíamos por
cariño, empecé a hablarle receloso de que de pronto saltara la liebre en el
sentido del reproche: “ustedes en verdad no tienen consideración conmigo”, pero
fíjense que no, ya lo sabía y fue dulce su ‘sentido pésame’. ¿Cómo lo supiste?
Le pregunté. “Al día siguiente, tarde en la tarde, cuando me senté en la
terraza para coger fresco pregunté por la vecina; la hija me dijo que tenía los
pies postrados porque los zapatos le tallaban y acababa de llegar de un
sepelio… ¿y eso?, ¿Quien murió?... el papá de Inesita, me contestó… ¿el viejo
Pepe?, ¡no puede ser! De la impresión intenté levantarme y no pude, estaba como
atornillada en la mecedora”, fue su versión.
Tanto oír a la gente decir que venía de un sepelio y nunca sopesé lo
que eso significaba visto desde adentro, ¡que la gente se refiriera así de
Pepe!, de verdad me causó un tremendo impacto: fue a un entierro y precisamente
al de mi padre… quedé conturbado a pesar de los días que habían pasado.
Inesita, mi hermana, la referencia familiar, si supiera ella cuanto deseé que
estuvieran hablando de otra Inesita; sin embargo, con la talega en la mano fue cuando
sentí el mayor vacío dejado por Pepe, porque además de su ausencia, acentuada
en aquel momento, también estaba la necesidad de compartir semejante hallazgo,
el cual, de seguro, solo debía ser develado ante él y luego proceder según el
escrito: “espera a quien te los reciba o espera el llamado”, y a pesar de lo
extraño de todo aquello, no sentí ningún deseo de seguir leyendo; aun pensando
en él, hice un hueco en el patio y enterré la talega. Seguido entré al cuarto
usando la puerta falsa. La luna se paseaba oronda mostrándose llena. Me acosté
en la hamaca, no tenía ni pizca de sueño. Sin saber el motivo, entró en mi
mente la imagen de un hermano ahogándose con un pedazo de panela de los que
mamá acostumbraba repartirnos, preciso en ese mismo cuarto, el que compartíamos
cuando vivíamos en Sabanas. Algunos recuerdos quedaron tatuados a pesar de los
hechos haberse producidos siendo muy niño y otros se reconstruyeron a punta de
preguntas. La gente evitando contagiarse cuando me dio la fiebre tifoidea, no
hizo sino seguir la linea: ahí viene el preguntón, decían, y me sacaban el
cuerpo.
Luego que salió mi hermano de la mente tosiendo casi hasta el ahogo,
entró Inesita, en cuyas manos divisé un pantaloncito corto; yo, desnudo, me
resistía, y ella trataba de persuadirme: “ven jicho, póntelo, ya nos vamos para
Barranquilla”. Recuerdo que dando vueltas en la hamaca escuché a lo lejos el
canto de un gallo, luego, más cerca, en la diafanidad del silencio de esa hora
se oyó clarito a alguien saludando y a otro contestándole, seguido empezó el
concierto, lo más hermoso que oído alguno pueda percibir, el canto de los
pájaros en las madrugadas campesinas. Deben ser las cuatro, calculé. Quise
levantarme para tapizar los campos de alpiste en compensación por tan hermoso
regalo. Mamá fue asentándose en reemplazo de Inesita; el éxtasis de los trinos
cedió espacio y la visualicé tal como Pepe me dijo que la había visto la
primera vez; según él, tuvo que agudizar la vista para cerciorarse que en
realidad tocaba el suelo al caminar porque le pareció que flotaba.
“Mijo, estaba recién llegado a
San Basilio, los maestros de entonces teníamos nuestra importancia”, me dijo,
miró hacía la nada como deleitándose con los recuerdos y continúo: “supe que en
el pueblo un grupo de mujeres tenía el
trasmallo armado para capturar a los forasteros. Se rifaban el turno entre las
interesadas; según el sorteo establecido le correspondí a una muchacha muy bonita llamada Eugenia; tres tardes
después de haber llegado me la señaló el otro maestro, quien ya tenía dos hijos
gracias al trasmallo. Me sentía engreído, mijo, la mejor época de mi vida, no
me cambiaba por nadie, luego sucedió… vi a Isabel, ¡qué belleza! Ella ni me
determinó. Tal vez sabía lo del sorteo. Eugenia y todas las otras
desaparecieron de mi interés, no había caso, si no era ella ya no sería
ninguna. Esa noche me dio fiebre. Imaginé que el pueblo estaba en gran peligro
y salí decidido a ponerme al frente de la situación para ganarme su aprecio, ni
aún en mi mente ella se dio por aludida. Desperté al día siguiente anhelando
verla, la única razón de mi vida, me prometí no preguntar la tabla de
multiplicar del siete salteada, como lo tenía previsto, si la veía”.
El fuerte olor a café hirviendo señaló la hora de levantarme sin haber
pestañeado siquiera. Otrora, el tinto matinal constituía el más hermoso momento
cuando vivía mi abuelo, el posillo en el piso esperando que se enfriara un poco
mientras le leía a Vargas Vila, él entrecerraba los ojos y los abría
desconsolados a ratos, en medio de la lectura
de “Almas dolientes”. Una mañana de esas no hubo lectura, tomamos más tinto que
de costumbre; el libro, tenía en las manos a “Los Césares de la decadencia”, no
se abrió porque antes del primer sorbo le solté la pregunta: “abuelo, siendo la
familia de mamá acomodada y Pepe maestro de escuela, ¿no hubo impedimento?”.
Los ojos se le iluminaron, le salió un silbido largo, me contestó: “tu papá se
enamoró de verdad, aguantó como solo lo hacen los enamorados. Pasa que cuando
el verdadero amor converge en el matrimonio, habiendo después tanto tiempo sin
interrupciones de ningún tipo, las emociones se reacomodan, reina la serenidad,
pero ustedes son producto de un gran amor”.
En las fiestas de San Basilio, al maestro Pepe le concedieron el honor
de organizar ciertos actos, entre los cuales hubo una competencia que
causó mucha hilaridad: cada
participante, hombres y mujeres, sostuvo por el mango una cuchara con los
dientes, en la pala de ésta colocaron un huevo y salieron raudos tratando de no
dejarlo caer. Pepe iba ganando, miró de
reojo y se dio cuenta que quien venía en el segundo lugar era la ‘niña’ Isabel.
¿Sería casualidad o estaba escrito que yo tenía que nacer?, porque el huevo dio
el salto más inesperado de la cuchara y Pepe quedó sin opción; ella, al ganar,
de la alegría le regaló una mirada dulce e inocente, suficiente para terminar
de descomponerle la tranquilidad en los días sucesivos. Eugenia le mandó razón
pero ya él estaba enfermo de amor. Enfermar de amor es sentirse sublime,
inmaculado, y a él no le apetecía curarse, por el contrario, deseaba postrarse
más para que Isabel, la que flotaba al caminar, se condoliera y le regalara
muchas miradas dulces e inocentes.
Mamá cuando supo de las pretensiones del maestro, de que había
desairado a Eugenia por ella, lo que hizo fue esconderse. Pasaron varios días
antes de volverse a ver, el maestro se equivocó intencionalmente de casa y fue
a elevar querella sobre la incapacidad de un alumno, que él pensaba vivía ahí,
de aprenderse las tablas del siete salteadas. El papá de Isabel, o sea, mi otro
abuelo, lo recibió en la sala; como era la costumbre de entonces, le brindaron
algo de beber helado y galletas hechas en casa. Cuando él hubo terminado, mi
abuelo llamó: “Isabel, ven a recoger estos peroles”. Pepe me contó a manera de
gracejo que en ese momento sintió ganas de salir corriendo. Ella entró sin
saber de que se trataba y al verlo, del mismo susto, trocó la otrora mirada
dulce e inocente por una adusta. “Niña, el maestro pensó que tu ahijado vivía
aquí”, le dijo mi abuelo y, “ve, acompáñalo, y de paso le dices a tu compadre
que mañana no se le olvide ir a herrar los toretes”.
Debieron jurarse no comentar lo acontecido en el trayecto, porque al
respecto existe un bache: ninguno quiso soltar prenda. De tanto insistirles fue
que un día a Pepe le salió: “Se que me tienes viviendo en tus pensamientos y
también se que ahí gozo de buena salud”, dijo él que le había dicho. Ella, en
cambio, lo contradijo: “¡no juegue Pepe, tú si inventas!, hasta te ‘torcí los
ojos’ cuando supe que habías castigado al muchacho”. Mamá nunca dio su brazo a
torcer cuando tomaba una posición fuere cual fuere el asunto; debió estar muy
enamorada al ceder ante las pretensiones del maestros, pero lo hizo a su peculiar estilo porque lo único que quedó
confirmado fue la forma de darle el sí: “no vayas a pensar que vas a jugar
conmigo, en las próximas fiestas nos casamos”. Ya ellos consentían, faltaba
convencer al resto de la familia y ahí fue Troya. Mi abuelo, o sea, el papá de
Isabel, hizo que trasladaran al maestro
Pepe para otro corregimiento, pero el maestro no quiso seguir siendo más
maestro y se dedicó de tiempo completo a comportarse igual a los enamorados
empedernidos: tomaba ron en la cantina y siempre solicitaba una canción que
ella sabía que el único mérito del compositor era habérsele adelantado porque
preciso eso era lo que él seguramente siempre había querido decirle: “si
supieran cuanto nos amamos, tal vez entenderían mejor las cosas”.
Aquí sigue un túnel más largo, en cuya construcción participé por el
amor a ambas familias, y al final del
mismo está el matrimonio: cuota inicial de mi existencia. ¡Miento!, el verdadero final de esta parte de la
historia fue que Pepe volvió a ser maestro en San Basilio.
Salté de la hamaca, después de bañarme y tomar tinto, salí a enterarme
si se comentaba sobre alguien merodeando en la noche por los lados de la
ciénaga, afortunadamente nada, todo estuvo de lo más normal.
Nota: ‘La doctora’, entrega #2, hace parte de la segunda parte de una
novela en proceso.
PALABRAS EN EL COLUMPIO
¡En la foto añosa estamos jóvenes, en la foto joven estamos añosos!
De tener siquiera un bosón del poder que me endilgas, ten la seguridad de
que contrario a lo que piensas, todo lo
invertiría en la creación de un mundo que te llene de regocijo, pues, debes
saber que el poder que daña, al ponerse en práctica, va debilitando su propia
fuente.
-Ese canario no canta nada.
-Lo que pasa es que éste es el compositor, al cantante lo dejé en la
casa.
Cualquier día pidió permiso para utilizar la bicicleta, así lo hizo
durante una semana, después empezó a llevársela sin el permiso requerido, lo
cual terminó en costumbre dándose la ocurrencia por casi dos meses. El día
menos pensado cuando la fue a coger, el dueño la necesitaba y se lo hizo saber.
¿Le agradeció por el tiempo que la estuvo usando? Analiza tú: “si no me la
quieres prestar no me la prestes, qué se puede esperar de ti… ¡ojalá se te
espiche!”. Al día siguiente, corajudo él, nuevamente la fue a buscar porque
ahora el sol torturaba y el trayecto se le hacía más largo. ¿Se la prestarían?:
“nada, está espichada”. Cuando tienes las cosas, les restas importancia, cuando
no, sientes que sin ellas la vida no funciona.
¿En qué año se aprobará el TLCC: También La Cultura Cuenta?
-Ve pelao, ¿por qué lloras?
-Es que a Juan le pusieron más comida que a mí… snif…
Al día siguiente le sirvieron doble ración, inclusive, hasta más, con
la condición de que si dejaba algo se ganaba unos buenos correazos, aún así el
llanto fue mayor.
-¡Puedes llorar lo que quieras, que como no te la comas toda… ya sabes!
-No, no estoy llorando por eso, es que si así es mi plato, ¿cómo será
el de Juan?... buaah, no es justo… buaaaahhhh.
Mientes con tanta frecuencia que has perdido de vista la verdad.
Señor Juez, estoy aquí porque me están acusando de inteligente, pero le
juro por lo más sagrado que soy totalmente inocente.