CANCIONES YOLOFAS
LUGAR Y MODO
Ambiciono, además, vivir en la mente de una mujer enamorada
también, en la de gente con propósitos
nobles y enaltecedores.
Mas, ni un segundo en mentes aviesas como tierras movedizas
y qué menos en las
que tienen comunicación resuelta y directa
con el índice bien educado, para
complacer al gatillo anhelante.
Existen mentes en donde germinan cayenas y brota la cumbia
en donde se pinta, se canta, se discierne y
se engalana la vida.
Pero qué pantano tan contaminado ese, que recinto tan oscuro
lugar del que brotan
ideas nocivas para almas impresionables.
Mente cuya base fue fraguada, en el dolor que puede provocar.
Andar despreocupado, fabricando alegrías en otros corazones
purificar el alma inhalando la
magia de una sonrisa, eso es vivir.
SIN PAUSA
Quisiera leer con mis manos
el arte de tu piel
buscar hasta más allá
de lo
permitido a la cordura.
En algún tiempo, la gracia
en algún lugar, las alas.
MADRE NATURALEZA
El mar extasiado, enamora la tierra
estable vive, acariciándole la playa
y nosotros disfrutamos en extremo
parecemos hijos de ese gran amor.
Un tanto celoso, parece estar el sol
va evidenciándolo, de a poco la piel
pero
el corazón hierve de contento
es una sensación difícil de explicar.
INSONDABLES
Abuelo
dime dónde está registrado cuando fuiste niño
adolescente, adulto.
Y las verdades forjadas con tu vida
¿por qué las quieren cambiar?
Dímelo abuelo.
Las fábulas sobre ti fue lo que tú no viviste
lo
que nunca quisiste.
La verdad es lo que se vive,
lo que se hace
y aunque las mentiras se maquillen de verdad
tu
vida fue una fuente de bienestar para todos
eso bien lo
sé.
Seleccionando lo que la vida forjó
pulverizando las verdades y las mentiras
en medio de la brisa postrera
¿seguirán
esas partículas la misma dirección?
En sueños, un movimiento de tu cabeza
disiparía
esta duda, abuelo.
CON LA VIGA EN EL OJO
El reflejo del sol en el mar
se ha
confabulado con la migraña
me quitan vida a dentelladas.
Seguiré aquí estando, aunque padeciendo
no
puedo renunciar, es lo que de veras amo.
HISTORIAS QUE DESASOSIEGAN
Que conste, ya tiene tiempo
de estar cantándonos poesía romántica y su dulce voz es para todos los que
estamos en este recinto. Qué iluminado sería si una poesía cantada por ella
tuviera como único destino mis oídos, mientras esa mirada de ensueño bruñe la
percepción que se tiene de la vida.
Según la pimienta de tu mirada, es el sabor de mi vida.
La ceden los músicos cuando se encierran en sus instrumentos; la ven desaparecer en el horizonte los filósofos en el mar de los razonamientos; los científicos, por su lado, se amarran con largas cadenas de fórmulas; mientras el sol de la tarde se queda esperándolos. Esos son trozos de libertad sacrificados para que los demás llevemos una vida mejor.
A estos moretones que me dejaste en el alma siempre los he ocultado; solo quien haga parada en mis ojos podrá apreciarlos.
Trayendo a colación
LA NIÑA DONA
Desde la muralla observó al
Johnson que lo transportaría. Precisó de inmediato la tabla en donde iría
sentado. Era la primera de una serie de tablas que oficiaban de asiento y tenía
muy cerca, en la parte de atrás, varias cajas de cartón. “En esas cajas
recostaré la espalda”, pensó. Un viaje la semana anterior por el rio Chicagua se
tornó bastante incómodo porque no tuvo la precaución y al poco tiempo de
recorrido, el dolor de cintura lo estaba matando. Atento a las maniobras que procuraban
dejar bien ordenada la carga, esperó la orden de abordar. De hecho fue el
primer pasajero que lo hizo.
Consciente de que todos le hurgaban con la mirada cuando abordaban, se hizo el desentendido. Sin embargo, de reojo se daba contentillo analizando la apariencia de quienes pasaban por su lado diciendo, “con permiso”. En lo posible buscaba mantener la mente ocupada intentando aminorar las nostalgias que le producían las corrientes fluviales. De los embarcados hasta entonces, recordó el aspecto de una muchacha por el singular sombrero que llevaba puesto; el de un señor moreno por tener el brazo derecho enyesado; también el de una señora que lo saludó con cierta familiaridad como si ya fuesen viejos conocidos. La última en acomodarse fue una decana de pelo grisáceo quien titubeó entre sentarse a su lado o seguir. Ella siguió. Él supuso que había escogido la tabla contigua debido a lo cerca que escuchó su voz en un comentario intrascendente que hizo después de haberse acomodado. No se atrevió a voltear la cara para ubicar a los demás; sintió todo el peso de la curiosidad sobre sus hombros de forastero.
El Johnson dejó el puerto de
Magangué a eso de las cinco y treinta de la tarde. Cuando iban pasando frente a
la iglesia principal, alguien comentó sobre lo bien que se veía desde ahí la ciudad
y encimó que en todo caso la alcaldía debería exigir a los propietarios de los
edificios mejorar la apariencia de los mismos. Buscó con el pensamiento al que pudo
haber hecho tal comentario. Tuvo la leve sensación que fue el del yeso, no
obstante se acordó que su “con permiso” vino de una voz apagada; ésta, por el
contrario, era articulada y sonora. Trató entonces de recordar a los pasajeros por
orden de subida. Divisó las dos fábricas
de hielo, una al lado de la otra, y saltando de un pensamiento a otro consideró
que ese debía ser sin dudas un buen negocio amparado en las altas temperaturas
de la región. Seguido centró su atención en la fila de reses que bajaban por un
barranco direccionadas hacía el remolcador que lucía de fiestas según los
movimientos y gritos propios de la actividad en desarrollo. “¿Donde será la
cita con el cuchillo?”, se preguntó.
Transcurrida la hora de viaje
agudizó la vista para apreciar mejor los cocoteros, las aves que aún se
atrevían y las casas de las parcelas que a intervalos aparecían. Todo parecía pintado
de gris. La claridad del día se hacía historia. Estacionó la mirada en una
señora que desde la ribera observaba el paso de la embarcación, cosa que al
seguir avanzando ellos, él tenía que ir volteando la cabeza hacía atrás; fue
cuando se atrevió a pasar revista al Johnson. Divisó a la muchacha del sombrero
raro comiendo de los portacomidas que tenía encima de una caja de icopor; a la
señora del cálido saludo conversando con el maquinista y al resto, por la brevedad
del repaso, los percibió como a entes inanimados. Las olas formadas por un remolcador
que pasó en dirección contraria, hicieron que el Johnson diera fuertes
sacudiones obligando a todos los pasajeros a sujetarse de lo que encontraron,
luego quedó el hamaqueo acompasado que unido al ruido monótono del motor
lograron desleír los pensamientos en aguas somnolientas. Al primer cabeceo pensó
en las cajas de cartón y apoyó en ellas la espalda. Se alegró por haber
adquirido la sensata costumbre de analizar antes de proceder.
A pesar de la poca claridad
en el entorno y del titilar mental, alcanzó a notar que del ancho río se
desprendía otra corriente; intuyó que seguirían de largo, mas no fue así, se
internaron por el canal más angosto. Creyó que debía ser una isla y la estaban sorteando
por ahí para ganar tiempo. Se incorporó atento a que apareciera de un momento a
otro la corriente ancha, solo que la poca visibilidad ya dificultaba toda
intención de distinguir cualquier forma entre el agua y la tierra. Lo único que
quedaba definido era la silueta de los árboles en el trasfondo del cielo. Volvió
a recostar la espalda en las cajas de cartón y ante la ausencia de paisajes cerró
los ojos. Estaba procurando conciliar el sueño. La decana canosa se movió
inquieta antes de dar un manotazo al borde del bote mientras exclamaba, “¡Dios
bendito, ojalá haya llegado la luz!… desde ayer se fue”. Él percibió la voz con
claridad y al instante el sueño se le espantó. Los pensamientos se activaron nuevamente.
El ‘¡Dios bendito!’ lo transportó a la infancia. No precisó quien, en aquel
lejano pasado, usaba con el mismo dejo tal exclamación. Quiso escucharla de
nuevo porque casi encontraba la respuesta: la persona del ayer se asomaba y
cuando él estaba a punto de enlazarla, la
imagen se escurría. Quería, por ende, volver a escuchar la voz. Se concentró tanto
en su propósito que no le importó su condición de desconocido y osó preguntarle
si aún estaban lejos. La señora canosa contestó, “siempre, todavía falta algo”.
Esas palabras no fueron suficientes. El anzuelo para enganchar la intangible
presencia de seguro estaba en la exclamación, así que pensó bien la siguiente
pregunta: ¿y no dejó nada guardado en la nevera? “¡Dios bendito, no desconecté
la nevera…!”, La Niña Dona esta vez se dejó atrapar sin ningún esfuerzo.
El señor Teótimo llegó solo,
sólo a mirar la casa. Vistas las condiciones en que se encontraba, visitó a la
familia del lado izquierdo dado que la cerca divisoria estaba a medio
construir. Les comentó que en adelante serían vecinos, que él y los suyos eran
de San Antero y confiaba en que llegarían a ser buenos amigos, tanto que
dejaría la comunicación entre los patios si ellos consentían. Quince días
después tenía instalada a su familia y a su esposa, la Niña Dona, haciendo la
primera visita formal. Dispuesto a la conquista de los vecinos, el señor Teótimo
puso a disposición su camión para pasear por la ciudad si así lo deseaban. En
tales circunstancias fue creciendo una hermosa amistad que llegó a traspasar los
límites de la familiaridad. El pasatiempo favorito del barrio era la práctica
de un derivado del futbol. Teoto, hijo de los nuevos vecinos, parecía
desamparado viendo a la gente correr detrás de una bola de trapo que iba de
aquí para allá; hasta que a fuerza de terquedad, y aprovechando el desarrollo
de un campeonato nacional de beisbol, impuso el bate y la manilla. Logró
cambiar el entretenimiento y de paso hubo que cambiar muchos vidrios. Esos eran
recuerdos que regresaban gracias a una exclamación. “Es La Niña Dona”, se dijo,
seguro de haber encontrado el origen de antaño del dejo particular. Empero, se
acordó que iban para San Antonio y San Antero quedaba muy lejos de ahí. La sola
idea lo venció sin intentar las averiguaciones. Se acordó también del camión y
de los paseos por la ciudad. El olor característico que salía del motor en
marcha quedó asociado al pote de pintura grande que giraba promocionando su
marca, sobre el techo del no me acuerdo cuál edificio de una de las calles
anchas de Barranquilla, y a los buses chatos de la época. Por eso cada vez que
percibía el mismo olor, de inmediato le venían a la mente el pote giratorio sin
el edificio correspondiente y los buses chatos.
Llegaron a San Antonio. Aún
no había luz. La señora canosa indicó el lugar donde quería bajarse, “no, aquí
no, más allá, es que con esta oscurana me da miedo”, dijo. El Johnson tocó
tierra en la margen derecha, la señora se apoyó en el hombro de él para pasar.
Él le miró fijamente la cara buscando infructuosamente facciones conocidas.
“¿Es usted La Niña Dona, la mamá de Teoto?”, le preguntó ante la eventualidad de
quedarse con la duda para siempre. “Si mijo, ¿y tú, quién eres?”, ella contestó
y preguntó a la vez atenta a cada pisada que daba porque el ayudante prácticamente
la estaba jalando en el afán por aligerar su desembarco. Después de dejar a La Niña Dona el Johnson
atravesó el río, destino final de su recorrido. En el puerto estaban esperando
al forastero. Un señor le indicó que se subiera al camioncito, seguro que era él
por quien le habían pagado el viaje expreso hasta Sucre, Sucre. “Este viaje se
hace directo en Johnson hasta allá, ahora es mixto porque el río Mojana está
seco”, le comentó.
A los tres días de estar en
Sucre, hechas todas las diligencias, se ubicó en un lugar estratégico de la
plaza para leer ‘Crónica de una muerte anunciada´. Descubrió maravillado lo
bien que fue retratado el lugar en la descripción de los hechos. Debido a que
en medio de la lectura se ponía de píe repentinamente y pasaba de una esquina a
otra sin lógica alguna, alguien comentó, “¡vaciando!... a este pueblo si llega
loco”. Él alcanzó a escuchar, pero la obsesión por la novela estaba por encima
de cualquier consideración. Sin embargo, sí se cohibió ante la mirada
inquisidora de quien lo oyó decir desde el atrio de la iglesia, “este es el
lugar perfecto para apreciar a Gregorio Samsa caminando convertido en insecto”,
y afectado, no exteriorizó la estimación: “o a Doña Bárbara sentada en el
mecedor haciéndose la desentendida mientras los curiosos pasan una y otra vez
haciéndose igualmente los desentendidos”. Se avergonzó ante el hecho de que
alguien le hubiese cambiado el comportamiento con una simple mirada y usando
algo de soberbia miró a los ojos de quienes estaban cerca, “esta plaza debe
ser declarada patrimonio cultural del Caribe”, expresó en tono alto buscando
demostrarse que tenía dominada la situación.
En el viaje de regreso el
osado camioncito tenía todo bajo control andando el camino al cual el rio, por
incapacidad, le había delegado la función
del transporte. “Ese es el Mojana”, comentó el conductor señalando un cuerpo de
agua en el canal casi seco; y más adelante, “aquí se bajó la muchacha del
sombrero aquella noche… ahí vive”, dirigiendo el dedo índice a una antiquísima casa
ubicada al otro lado del río: lo pasaban por dos canoas atravesadas que no
navegaban en el charco sino que hacían las veces de puente, una conectada a la
otra por uno de sus extremos mientras los dos restantes tocaban tierra. Reconoció
el lugar por las motas que se desprendían de un frondoso palo de Campano, de
ida las vio pegarse al vidrio del vehículo mientras la muchacha se bajaba. Él
pensó, mirando la casa, que el papá de Bayardo San Román tuvo que haberla visto
las dos veces que estuvo en Sucre; y dos kilómetros rio abajo, “toda esta zona
estaba poblada de árboles frutales. Cuando se desbordó el Cauca siguió el cauce
del Mojana ocasionando la peor inundación de que se tenga noticia. Esa agua
envenenada por el mercurio de la minería… mira lo que dejó”, se lamentó
haciendo un circulo en el aire con la mano abierta para señalar la vasta zona sin
vegetación que penaba frente a ellos.
Estaba de nuevo en el puerto
improvisado frente a San Antonio. Antes de bajarse del camioncito le preguntó
al conductor, “hey, ven acá, ¿ese es un brazo del Magdalena?”. El tipo
extrañado, con un pie en el suelo y el otro aún en el camioncito, volteó la
cabeza para mirarlo mientras le contestaba, “compa, ese es el río San Jorge”.
“¿El San Jorge?... ¡vaya!... ¿entonces para llegar hasta Sucre, Sucre, desde
Magangué, se surcan tres ríos?”, afirmó preguntando. Sin esperar la reacción
del conductor, se concentró en las embarcaciones que se bamboleaban orilladas esperando
el turno para salir y… volvió a percibir las miradas curiosas. Oteó desde el
barranco hasta localizar al ayudante del Johnson que lo trajo, se le acercó, le
preguntó si conocía a la señora que ayudó a bajar aquella noche. “Ella es
Donalda Molano”, le dijo. “¿Cómo hago para visitarla?”, inquirió. El ayudante
le hizo saber que no quedaba mucho tiempo porque ya estaban de partida. “Sólo
voy por venir”, ripostó, seguro de que si se quedaba le importaba poco. El
ayudante, no queriendo perder el pasaje, le señaló una canoa mientras gritaba,
“Mono, llévalo donde la señora Donalda y lo esperas… rápido”.
Mientras atravesaban el San
Jorge, el boga, tabaco en boca, le metió conversación intentando una mejor
paga, “¡edda compa, ujté no ej de poraquí!, ¿veddá? ¿Agguna mujé, compa?”. No les
prestó atención a los interrogantes porque su mente estaba puesta en la última
vez que vio a La Niña Dona, aun siendo un niño: ella empacaba lo necesario para
partir de la casa que el señor Teótimo había visitado solo, previo a la
mudanza. “Vecina, guárdeme usted el escaparate, me da miedo que se parta el
espejo. Ay, mire que las camas y la mesa también las tengo que dejar. Volveré a
buscar lo que no me pueda llevar. Bita… amiga Bita, ustedes han sido muy
especiales…”. Decía al tiempo que colocaba en el rincón bolsas, sacos, cajas y
demás. Virtualmente la vio levantando una mano desde el taxi para despedirse
mientras con la otra se sonaba la nariz. “Compa, la casa ej aquella de ejquina.
Aquí le dicen ej, La Niña Dona”, lo sacó del ensimismamiento el boga, quien
seguía accionando el remo para mantener la canoa pegada a la orilla. Él se
detuvo un instante antes de poner pie en tierra, volteó para mirar al remero
quien se sacó el tabaco de la boca esperando instrucciones como si escuchara mejor
con la boca desocupada. El hombre no dijo nada. Se encaminó a la casa que
guardaba un mundo de respuestas interesantes para él y los suyos.
¿Cómo reaccionará La Niña
Dona?... ¿Qué tenían que ver los cerdos con Epicuro?... ¿y por qué Donalda
Molano no regresó a buscar el escaparate del espejo grande?... ¿eh?... ¿Continuará?...
Sí, continuará.
PALABRAS EN EL COLUMPIO
Pórtate bien en la subida
que si caes, de seguro encontrarás quien te ayude a amortiguar el golpe.
¿Sabría algo Sócrates y se
estaba haciendo el inocente?
Lo verdaderamente sabio de
la creación es que el tiempo no vino sometido a conveniencia de nadie. ¡Tú te
imaginas!: “volvamos al momento previo donde cometimos el error que nos hizo
perder la guerra. Procedamos con las correcciones del caso para que estos
tiempos nos sean más favorables. Mañana… ya veremos”. Sí, sería muy complicado
que además de muchas otras cosas se manipule también el tiempo… Despacio
tiempo, muy despacito; que ahora es cuando te estoy viviendo bien sabrosito.
¿Qué tal que al planeta se
le dé por deshumanizarse, igual que nosotros nos desparasitamos?... ¡ah pues,
no abusemos tanto!
Consulta al bolsillo antes de comprar; consulta al
cerebro antes de opinar.
-Pasear desprevenidos luciendo un costoso celular es
perjudicial para la salud.
-¿Por
la radiación?
-No, por el… ¡bueno, si, por la radiación de una pistola!
Díganme si esto no es un
acto de intolerancia: mi amantísima esposa me regaló un juego de cubiertos en
mí cumpleaños porque le regalé una olla a presión el día de las madres…
¡habrase visto!
¡Primo, apuéstele grueso al gallo giro; tiene un niño en
cruz!
Nota: El Yolofo o Tordo es
un pájaro que no hace nidos. Busca nidos hechos para depositar sus huevos y
después se olvida de ellos. En tales circunstancias es otra clase de pájaros la
que preserva la especie. Es como si una idea se apoyara en otra para desarrollarse.
También hay que anotar que el Garrapatero fabrica nidos falsos y luego destruye
los huevos que el Yolofo pone en ellos. En la foto de la sección CANCIONES
YOLOFAS, el Tordo es el más grande. Está siendo alimentado por su madre
sustituta. La biológica, nada que ver. ASÍ DE SENCILLO.
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