viernes, 27 de abril de 2012

Entrega #3

Canciones Yolofas
















LA MAGIA DE TUS MANOS 

Estoy observando
tus manos desplazarse sobre el teclado de un piano
notas están conjugando.
Me estoy preguntando, ¿qué las mueve?
el gusto por la música
que el oido lleva al cerebro, al espíritu sosiega:
la superficie esa respuesta tiene.
Igual, el fondo también opina:
la luz de la vida, dice
que al cuerpo el movimiento lleva
y a la mente el pensamiento.
Me sigo preguntando:
¿qué acerca mis manos a las tuyas
descordinando en consecuencia, la armoniosa melodía?
Ha de ser la fuerza del amor
impulsada por la luz de la vida.
Cuando las manos ya no estén
¿Dónde ejercerán nuestras luces?

                  COINCIDENCIAS
 Ya ha sucedido algo importante en nuestras vidas:
coincidimos en el tiempo.
De los dos depende, no debe ser circunstancial
que sigamos coincidiendo en los espacios
y las tibiezas pasen, de una piel a la otra. 


Trayendo a colación

Parte de la primera parte de una novela en proceso: 

...  ¿Qué habrá en ese reino de luz? ¿Incidirá nuestra esencia terrena en lo que vendrá? De ser así, Pepe debe estar bien donde esté. A todo el que acogió bajo su techo fue tratado como alguien de la familia, inclusive, con preferencias. Cuando Rosa Agustina llegó para quedarse, se le brindaron todas las comodidades, tanto que en el reacomodo de la dormida terminé en una mesa. Era muy muchacho y aun  recuerdo las discusiones de marca mayor entre los míos, conservadores de huesos azules, y la poetisa Rosa Agustina, de purpúreas ideas. “Yo estuve allí y en verdad eso no pasó de un simple alboroto”, decía mi abuelo. “Lo que tengo entendido es que fueron más de doscientos los muertos”, contestaba ella cuando el tema era la huelga de las bananeras.

Si las personas valieran por los libros que leen, en mi haber habría algo que resaltar: ‘El mundo es ancho y ajeno’, de Ciro Alegría, lo leí antes de los diez años porque para eso Rosa Agustina me enseñó a leer. “Hay dos cosas que siempre he admirado, la institución de la familia y el hábito a la lectura”, dijo entregándome el libro. Y después vinieron, ‘El Conde de Montecristo’, ‘La vuelta al mundo en ochenta días’...  La casa se llenó de libros y conocimientos... y de discusiones, pero sentíamos que nuestro mayor orgullo era tener entre nosotros a Rosa Agustina, quien también se sentía a gusto como se nota en la foto donde aparece riendo junto a mamá. Tiempo después supe que ella había escrito un libro de poesías, ‘Manchas’, el cual fue mandado a recoger por el Gobierno Conservador de entonces y que, su llegada a la casa se debió más que todo a un auto aislamiento. Nunca lo expresó, solo la intuición nos dice que no quería saber nada de ese mundo feroz del cual venía. El rechazo a una invitación del Gobierno venezolano lo confirma: quería pasar el resto de sus días desapercibida; así de simple. Pepe escribía en prosa y ella escribía en versos.  Quien me sorprendió una vez fue mi abuelo, me dijo que se le ocurrían cosas bonitas: “escribí algunas, pero nunca se las mostré a Rosa Agustina porque soñé que un error ortográfico me estaba asfixiando”. “¡Abuelo!, ¿y el diccionario?”, le pregunté. “Al de aquí le faltan las últimas hojas, por eso en el sueño la ‘z’ me agarró por los brazos mientras la ‘s’ se me enroscaba en el cuello”, contestó.    

Rosa Agustina murió dos años después que el poeta Aurelio, para quien se hicieron festivales en su honor. Ella lo hizo en el silencio de la etapa última de su vida. Quise resarcirla y empecé a escribir: “Ha muerto Aurelio: llueve a raudales y relampaguea, así la atmósfera anuncia, que ha nacido un gran poeta. Ha muerto Rosa Agustina: la atmósfera se mantiene serena, ha muerto Rosa Agustina”. De ahí no pasé, es que no se debe enfrentar a los poetas, ellos nacieron para ser disfrutados y en consecuencia aborté la idea. Pepe la lloró, le dedicó el último adiós. Usando palabras escogidas, la instaló en fino pedestal. 

El contraste que se vivió en la casa después del insuseso de la poetisa fue patético, se pasó de ‘las oscuras golondrinas que ya no volverán’, a la terminología del crédito y el contado, la cuota inicial y las cómodas cuotas semanales que germinaron al llegar, para quedarse, Anar Phoz. ¿De donde vino?, nadie sabe. Solo se sabe que en el estante donde siempre estuvieron el diccionario sin las últimas hojas, ‘Aura o las violetas’, ‘Doña Bárbara’… empezaron a florecer el percal y la popelina, el lino y la terlenka. Hablaba enredado, le contaba historias de países lejanos a Pepe. De vez en cuando nos llevaba al Apolo, un teatro a cielo abierto donde veíamos películas de Cantinflas. Cualquier día resulté cargando un bulto de ropa mientra él iba tocando las puertas de las casas ofreciendo “la seda que es azul y bonita, señora; me da tanto de pie y el resto lo paga cómodamente los domingos”. De esa época recuerdo aquel corte de opal, viuda alegre, al que no le encontró cliente y me lo regaló. Fue lo que se llama ‘todo uso’: de noche sábana, en la mañana toalla y después, mamá lo ponía para protegerse del sol mientras lavaba. Anar Phoz se hizo rico, dio las gracias por todo, nos regaló un radio rojo que se convirtió en el tótem de la casa a la hora de ‘Kaliman’, y se marchó. Volvimos a escuchar el apellido Phoz porque años después un hijo, con su mismo nombre, se lanzó a la política y fue concejal de la ciudad ayudado por un voto que le depositó… sí, ya se que adivinaron. Pepe sintió que había ganado algo ante el hecho y esbozó idéntico gesto de alegría al que tiene en la foto, al lado de Anar Phoz, en pleno ‘Paseo de Bolívar’; la misma foto en la cual estuve apreciando sus briosos treinta y cinco años. Si él se me presentara, pensé, ¿con que edad lo haría? ¿La que tiene en esa foto, en la del matrimonio, o con la que se despidió de la vida? Sentí necesidad nuevamente de salir a tomar aire, empero seguí husmeando en el ‘portátil’.

Línea recta, dice la ciencia. Es el todo, digo yo. Nadie sabe de donde viene, nadie sabe para donde va. Nos transporta desde el principio porque es un viaje nuestra vida; subimos y marcamos al comenzar; marcamos y bajamos al finalizar: es el tiempo… el todo digo yo. Ínfima es la porción que nos entrega, ínfimo el espacio para actuar; empero, mentes creadoras adornan la vida. Si tuvo inicio… ¿qué había antes? Si existe límite… ¿qué viene después? En toda la historia del tiempo, lo importante es que aun actúo en su período presente, aunque ya a estas alturas gaste demasiado presente inundando la mente con pasado, y así se me viene el recuerdo de Sabanas, de lo bonito que trataban a Pepe en el pueblo natal: ‘maestro’, le decían. De ahí salio para San Basilio a enseñar, enamorarse y casarse. “Mijo, anoche tuve un sueño raro donde alguien no precisado me decía, busca en el centro de la ciénaga y encontrarás”, me dijo un día de una de las tantas vacaciones en Sabanas. Ese día estuvimos en la ciénaga haciendo cálculos primitivos y logramos fijar una zona imaginaria donde creíamos se encontraba el centro. Después nos miramos sintiendo el desasosiego de estar perdiendo el tiempo y nos fuimos a desayunar. “Dé por hecho que buscaré en el centro de la ciénaga”, esa fue la promesa que hice ante su cadáver… “¡y será pronto!”, le confirmé, aunque ya no estuviera viendo en sus ojos la vivacidad que trasmitían ante la inminencia del conocimiento.

El estornudo sonó diáfano. Por el movimiento brusco, evitando salpicar el ‘portátil’, cayeron al suelo varios papeles. Me llamó la atención un diploma donde se leía, ‘Mención Honorífica’, concedido a mi abuelo por su talento musical. Sabía que en sus años mozos compuso una canción que tituló ‘Inés Emilia’, dedicada a una de sus hijas, o sea, tía mía. Lo novedoso es el hecho de haber estudiado música y no habérmelo comentado, ¡tanto leerle a Vargas Vila! Incluso, me hablaba de amores extraviados por los vericuetos de la vida, pero de citada capacitación nunca hizo comentario alguno: Pepe heredó algo de esa parquedad, no hablaba de logro personal alguno habiendo confederado tantos.

Quise evitar el segundo estornudo y anudé la pita alrededor del ‘portátil’ después de haberle acomodado todo. Salí en dirección de la cocina para tomar agua, cuando el vaso estaba quedando vacío, me acordé del celular y volví al cuarto, el aparato estaba encima de la cama al lado de la almohada, lo agarré; antes de volver a salir eché una ojeada, la mirada se detuvo en una foto que quedó un poco debajo de la cama, precisamente la foto del día en que conocí el mar; inconcientemente dejé el vaso en una silla y me senté en el piso observando la foto: soy franco, ese mar, el de la primera vez, no me impresionó mucho, era como si yo hubiese venido de otro mundo donde existiera mar; todo fue natural: empecé a jugar con las olas y parecía que las olas jugaban conmigo porque de tanto tirarme, llegó una que cuando me vio en el aire aguantó el viaje y  el impacto lo recibió el cóccix en pleno. He ahí el detalle del por qué las fotos interesan más a los que en ellas están. La razón es sencilla, las otras personas solo ven quietud, pero los implicados saben qué circunstancias se vivían al momento de la toma. Comentándoles que en la mente volví a sentir el dolor del cóccix, o mejor, fue como si lo estuviera viendo, les estaría diciendo que las fotografías también mueren cuando morimos los que en ellas estamos porque el resto, de cierto, no verá motivos ni sentimientos aprisionados en las mismas. El caso es que por el dolor, estaba en su apogeo, no escuché los llamados de Pepe para la foto, vino entonces a buscarme, llevándome por el brazo me acomodó: “qué raro eres, todos estamos divirtiéndonos menos tú; ven, siéntate aquí”, me dijo. Esa es la explicación del por qué no concuerdan la posición de mi cuerpo con la expresión de mi cara. Es decir, esa sentada ameritaba una sonrisa. El barrigoncito, el de los ojos apretados, soy yo. En la foto se veían, además, los ocho hermanos nacidos hasta entonces, mis padres, el abuelo, a Rosa Agustina, y a la señora Beatriz. En el fondo, el mar café terciado de Pradomar, entre éste y nosotros, un señor con una pantaloneta demasiado grande y una señora llevando de la mano a un niño. Creo que aquel día fue la única vez que Pepe escribió algo en versos, recuerdo el “¡caramba Pepe, te sobraste!”, de Rosa Agustina cuando leyó:

El mar se deja acariciar, por la brisa juguetona.
El sol se muestra complaciente, con los amantes de la playa.

Y la diferencia de azules, dibuja en la distancia, la curva insinuante: horizonte encantador.

Vuela la imaginación, se conciben metáforas.
Engalanamos entonces, ese mar que tanto nos consiente.


Muchos años después le pregunté: ¿Pepe, ese mar es marrón, donde la diferencia de azules? “La imagen de los dos azules me la regaló el mar y el cielo de Taganga”, respondió, “el mar marrón fue la inspiración”, concluyó. Deseé con vehemencia que la foto tomara vida; estaba viva la mañana del domingo, por ende, no encontré impedimento alguno cuando me entraron ganas de ir a Pradomar para recordar tiempos preciosos idos; me llevé la foto con la intensión de ubicar el lugar donde fue tomada, aunque sabía que las olas habían inferido cambios a la playa: recordar es vivir, dicen; también debe ser auto flagelación emocional, sobre todo en este caso particular en el cual varios de los personajes muy queridos de la foto ya no estaban. Descubrí sin querer la desesperanza habiendo encontrado el lugar exacto de la ubicación, el  movimiento y el tiempo se habían llevado el resto…‘después de todo’, llegué a pensar, ‘¿Qué habría sido del señor de la pantaloneta grande, la señora y del niño a esas alturas?’: ¡miles de caminos existen! Sin embargo, en aquel instante de la vida fuimos conectados. Las lágrimas salieron aupadas por los sollozos al colocarme en el lugar y la posición con la cual Pepe quedó perpetuado en la foto. La gente pasaba y me miraba extrañada porque veían solo el exterior, pero adentro se batía el coctel de las nostalgias…   


Palabras en el columpio



















Cualquier átomo de nobleza debe tener cierta gente, aunque su comportamiento lo desmienta.


Dicen que no mata una mosca, pero para mí, acelera hasta con los motores apagados.


Estaba saliendo apenas un chorrito, Napoleón le metió un palo al tubo y empezó a salir un ‘chorrón’. Todos se dieron cuenta que fue él, por tal, me creí con licencia para refrescarme un poco. Cuando la maestra llegó preguntando por el causante, y el único mojado era yo, al muy bellaco le salió bien la coartada señalándome. Si señor, como no, me arrodillaron sin atenuantes. En esas estaba cuando llegó el vendedor de ‘conservitas’. Toda la publicidad de su producto la basó haciendo burlas sobre mi condición, y los compañeros de clase riendo a mandíbula batiente. “Ahora les daré una prueba para que vean la calidad del producto”, dijo el tipo. A mí, el ojo me empezó a bailar, sin embargo, el hombre además de cómico salió ético: “al joven que está castigado, por simple lógica, no lo podemos premiar”. Ese día me estrené la injusticia, y al mismo tiempo supe también lo que es el arrepentimiento: Napoleón esperó a la salida para entregarme la ‘conservita’ que le había tocado.


Una oreja con cargos de conciencia: “yo si soy desconsiderada, mi hermana vive aquí, no más que a la vuelta, y nunca la he ido a visitar.


Prepárense muchachos, hoy hay ‘quen, quen’, la seño dijo que iba a preguntar las tablas de multiplicar salteadas.


domingo, 1 de abril de 2012

Entrega #2

Canciones Yolofas



ENCUENTROS AFUERA DE LA MEMORIA

Si me concedieran un deseo pediría sin dudar
que nos volvieramos a encontrar.
No importa que medie la diferencia de edad
con que coincidimos en la vida.
Tu ausencia física me ha enseñado
lo especial que fuiste
sincronizando a la perfección la palabra amigo
y elevando a sagrado, el sentimiento de lealtad.
Cualquier día descubrí tu tristeza, estando yo triste
y mi alegría, cuando se asomaba, estimulaba tu alegría…
Pediría sin dudar
que nos volviéramos a encontrar.
Caminaríamos tomados de la mano, te daría el abrazo
que inconsciente, te pude haber negado.
Te afeitaría, te leería, querido abuelo
si nos volviéramos a encontrar.

YA PASÓ

Y así como toda vida va bebiéndose su tiempo
este amor ya agotó el suyo.
Considero que a bien creíamos…  ¿recuerdas?
duraría lo que el resto de nuestras vidas.


Trayendo a colación


LA DOCTORA

Tarde cristalina de Diciembre en el Caribe, la Doctora llegó animada 
musitando canciones navideñas y entró a la pieza. “¿Cómo está mi novio?... ¿ah?... ¿por qué tan callado, eh?, le dijo al paciente, quien siguió con la mirada perdida en la distancia. “No me gusta, pero para nada, esa actitud tuya. Llego y ni me determinas, si sigues así te juro que voy a olvidarte”. Continuó diciendo mientras miraba las planillas donde llevaba anotado lo pertinente al tratamiento empleado. Creyó ver cierta reacción en el paciente y la avecinó al trino del pájaro que se había posado en un roble cerca de la ventana; instintivamente se le arrimó, “a ver mi rey, yo soy tu canaria”, pero se desanimó al notar que la mirada continuaba aferrada a la nada, aún cuando el pájaro seguía cantando. Él parecía no tener ningún cable conectado, y todo apuntaba a que esa condición era irreversible. Consciente de que estaba en presencia de alguien, sin el alguien adentro, la Doctora despreocupada a veces se cambiaba de ropa delante de él; ese día se colocó el uniforme pero no se calzó las sandalias que le permitían andar cómoda por el hospital psiquiátrico. Después de escribir algunas notas se sentó a su lado todavía descalza. Columpiando las piernas empezó a buscar mentalmente los temas con los que evaluaría a sus alumnos, inmersos en la habilitación. De pronto mantuvo su pierna izquierda levantada para observar algo que se le había adherido al pie. “Eres tú”, exclamó asombrado el paciente. “¿Yo qué?”, preguntó sorprendida desde el lugar donde quedó después del brinco, sin darse cabal cuenta que la reacción tan anhelada se estaba produciendo. “Eres tú”, volvió a decir desorbitando los ojos. Ella se preocupó más por el señalamiento que por la reacción: “¿yo?... ¿yo, qué?” “La misma marca”, dijo él, señalándole el pie.

“Es el recuerdo más lejano de mi vida, y por lo visto, me acompañará hasta el último de mis días. Como la marca en el empeine del pie izquierdo, el hecho también me quedó tatuado en la mente: estaba jugando con una cajetilla de fósforos a manera de carrito, mamá preparaba los alimentos, no me di  cuenta de la braza que había caído al suelo, de verdad estoy viendo la acción y sintiendo el dolor, literalmente se me incrustó. Veo también a mamá salir apresurada para mirar que me había pasado. Del episodio no recuerdo más, así fue”, le comentó el paciente a la Doctora después que ambos juntaron los pies izquierdos para comprobar el asombroso parecido, hasta en la concepción de la cicatriz. “A mi fue en un asado”, dijo ella y luego prosiguió, “mamá se descuidó y cuando vino exaltada a socorrerme por los gritos que yo daba, ya la braza había hecho el trabajo, y ahora que lo mencionas, es también mi recuerdo más lejano”.

El volvió a encerrarse en sí mismo, fue cuando la Doctora se percató de lo ocurrido y tomó nuevamente su rol, le hacía preguntas, le tomaba de las manos, pero nada. Hasta llegó a dudar: “tu eres el paciente, pero quien necesita ser tratada…”. No terminó la frase, vio de frente los ojos azules, ahora expresivos, y esta vez si estaba decidida a sacarle el mayor provecho desde el punto de vista científico. “Me ibas a decir algo”, le preguntó. La respuesta fue solo una mirada serena; estaba a la expectativa por cuanto los ojos dejaban entrever que adentro aún había luz y de un momento a otro volvería a reaccionar. “El brazo”, dijo él. “A ver, primero dime…”, lo interrumpió. “El brazo”, insistió decidido a no dejarse interrumpir, “estaba sentado en el inodoro, mi hermano mayor me entusiasmó para que jugáramos a la ‘ñoña’, él nunca jugaba conmigo, por eso salí alegre, recuerdo que perseguían a otro compañero lejos de mí y me nació un irresistible deseo de sentarme en la verja más cercana, cuando pisé el bordillo se me fue el cuerpo, ¡mi pobre brazo! Tengo el recuerdo de esa lejana noche como si hubiese sido ayer, mira nada más”. Al decir esto último alargó el brazo izquierdo. Ella gritó espantada alargando también el suyo; las absurdas curvas eran gemelas. “No cabe duda, eres tú”, remató el paciente.

En esta ocasión estaba dispuesta a no perderlo, hacía lo posible por mantener su atención, al extremo de olvidarse del señalamiento, ‘tú eres’. Le hablaba y lo miraba fijamente, parecía buscar desesperada la punta externa de un hilo cuya otra punta halaban desde adentro para poder sujetarlo. Aunque citado esfuerzo parecía vano ya que él tenía la predisposición: quería hablar largo. Sin embargo, el tiempo transcurría y él continuaba ahí encerrado, ante lo cual a ella le iba entrando cierto recelo, nuevamente el parte médico pasaba a un segundo plano, gagueando se atrevió a preguntar: “¿soy qué?

“Pensé que nunca te encontraría, las señales son inequívocas. Cuando rondaba los ocho años, al frente de la casa se mudó un señor extraño, vivía solo, lo bautizaron Migue porque parecía que no podía hablar y la única vez que dijo algo en público fue un sonido parecido a ‘guigue’, de ahí el apodo. Lo veíamos salir todas las mañanas y regresar en la tarde. Cualquier día fui a comprar la leche para el desayuno antes de la hora acostumbrada, alguien de la casa iba a viajar; en el camino a la tienda me detuve a mirar una pelea de perros, sentí muy cerca su voz, entre varios sonidos incomprensibles creo que alcancé a escuchar ‘guigue’. Asustado intenté correr, él extendió la mano, en ella reposaba una pelota de caucho, de las que traían labradas letras y números… ¡imagínate el susto! No acepté el ofrecimiento y duré varios días escondido. Una tarde estaba bañándome con el agua de una lluvia copiosa, cuando sentí la pelota de caucho rebotando contra el piso, se limitó a mirarme los pies descalzos y después se alejó dejándome la pelota. El siguiente encuentro sucedió a la salida del colegio, me regaló cinco centavos…”. Sintieron pasos acercándose, interrumpió la narración y empezó a proyectar la mirada hacía la nada. Ella temió perderlo y lo agarró por los hombros dándole fuertes sacudiones. En esa labor estaba cuando entró la asistente, “¡uso Doctora, cuanto optimismo! Oiga, acuerdese que hoy hay Junta de Comité Científico, ya vi movimientos”; seguido sacó de una bolsa varias blusas, “mire Doctora, que preciosidad, son para pagar en cómodas cuotas semanales”. Ni blusas ni reuniones, quería llevarse al paciente bien lejos a donde nadie los molestara. “Doctora”, dijo un médico desde la puerta, “la estamos esperando”.

Después de la Junta, los médicos fueron invitados a una cena por la directiva del hospital, en donde les expusieron algunas modificaciones a realizarse en la planta física y en el organigrama de la institución, de tal suerte que la Doctora no pudo volver a la pieza. Dichos cambios tenían la fuerza impulsora en la generosa donación que hicieron los hijos del paciente al hospital. Al día siguiente llegó temprano, la ansiedad afectaba a tal punto su comportamiento que olvidó la habilitación. Alguien la llamó al celular, “¿Doctora, cómo está? Vea, le traje queso del pueblo, está sabroso. Doctora, dígame una cosa, ¿en la habilitación entran todos los temas?” De inmediato telefoneó a la secretaría de la facultad, “por favor, anuncien el aplazamiento del examen para mañana a las cuatro de la tarde, hoy me es imposible”. Ahora estaba frente al motivo de su ansiedad, cierto pesimismo la arropó al verlo ensimismado, no se atrevió a decirle ‘mi novio’, francamente no sabía como empezar, se acordó del señalamiento y trató de calmarse, sus temores se vinieron al suelo cuando el paciente le dijo, “la estaba esperando”. “¿Al fin, quien está desquiciado, tú o yo?”, dijo ella. Él, saltándose el interrogante, empezó a decir de manera mecánica, “le fui perdiendo el miedo al loco Migue, quizás debido a las monedas, no sé, de todas formas al verlo sabía que contaba con cinco centavos. No entendía nada, ni sospechaba cual era el interés, me bastaba con las monedas. Por pura casualidad escuché a alguien decir que él había sido muy malo y estaba escondiéndose aquí. Yo, la verdad, lo percibía inofensivo”. Dicho lo anterior miró a la Doctora, quien estaba como hipnotizada, pasó la vista a través de la ventana y continuó, “en cierta ocasión me entregó un papel, sin articular palabra señaló el alero de la casa donde vivía, haciendo énfasis en un tubo azul que sobresalía entre el tejado y la pared, además insistió en que eran dos orificios y un tubo. Después colocó el dedo índice sobre el papel para revelar, acaso, que hay estaban las indicaciones. También señaló la ranura en donde relucían dos monedas”. La nueva interrupción se debió a la complicación de uno de los pacientes en las piezas múltiples, suceso que la mantuvo alejada algo más de media hora. Aprovechó e hizo la primera ronda. Llegó, no dijo nada, simplemente se sentó; convencida de que él seguiría hablando sin siquiera insinuárselo se acomodó y efectivamente el paciente continuó la narración, “entre las gesticulaciones y lo escrito en el papel, entendí que desde las seis de la mañana el tubo estaría en el hueco derecho, y las cinco de la tarde cambiaría; en el papel decía al respecto, ‘la mañana tubo recibir sol, la tarde pasar despedirlo’, buscando la total compresión de mi parte; es decir, me tenía que asomar temprano de mañana y al anochecer, de no darse la situación descrita tenía que proceder tal cual lo había escrito, ‘No cumplir nota entrar casa. Buscar baja cama. Piso hueco. Asegurar papel. No decir’. Luego me entregó una copia de la llave y en cada asomada la ranura me ofrecía dos monedas. Recuerdo aquel sábado, eran las seis de la tarde, después de un largo tiempo de estar cosechando monedas, el tubo permanecía en el lado derecho, y la ranura sin monedas; me asusté ante el hecho, pero estaba resuelto: fui a buscar la llave. Adentro encontré muchos libros, recorrí apresurado las tres habitaciones, la cocina, el baño y el patio, no había rastros de él; me detuve y abrí un libro que estaba sobre la mesa, era un diccionario donde las palabras estaban en español y los significados en otra lengua. Procedí a seguir las instrucciones, los papeles estaban en el lugar donde él explicó, debajo de una talega mediana que contenía muchas pepitas de oro, que entre otras cosas, fueron la base de mi vida económica. Pensé en él y salí tratando de no ser visto, aseguré los papeles y la talega en la guaca  de las bolitas de uñita. Esa noche me acosté tarde esperándolo, al día siguiente me levanté temprano, miré el tubo, continuaba en el mismo lugar a las cinco de la mañana, volví a entrar y esta vez hice una inspección minuciosa; encontré algunos billetes raros, unos binoculares y un sombrero antiguo, en esta ocasión dejé todo intacto esperanzado en su regreso. A los pocos días de haberse regado la noticia, los vecinos empezaron a saquear la casa, el sombrero terminó complementando un disfraz de carnaval”.

“¿Y donde están esos papeles?”, preguntó ella. “Los tengo guardados en la casa”, dijo él. La Doctora se las ingenió, le programó un nuevo tratamiento donde era necesario pasar un día con la familia en vista de los progresos evidenciados. La primera salida fue suficiente, él llegó, tomó los papeles, y una depresión obsesiva obligó a que lo internaran de inmediato. Cuando la Doctora supo la novedad se trasladó al hospital. Lo encontró sentado en la cama totalmente ido, “oiga, estamos solos, no necesita simular”, le dijo. Él siguió perdido. Convencida de que ahora si era definitivo, empezó a esculcarlo. “No me vengas a…”, interrumpió la frase, sus dedos tocaron algo que estaba guardado en un bolsillo interno del pantalón. Se detuvo, pensó dejar las cosas para después de ir al baño; cuando se dio cuenta que tenía que desnudarlo para lograr su propósito, decidió hacerlo de inmediato aprovechando que no había nadie cerca, le bajó el pantalón, sacó un atado de papeles plastificados, y lo volvió a vestir. “Sólo me es dado decir, que vivimos en el reino del tiempo y el espacio, y el último suspiro que aquí damos, es el primer paso hacia el reino de la luz. Que la vida va de reino en reino, cuando llega entra en el cuerpo, lo disfruta y padece, luego lo abandona cuando tiene que partir, me es dado sólo decir”, y luego concluyó, “espera quien te los reciba, o espera el llamado”, señalando los papeles. La Doctora, ajena a que nunca más volvería a escuchar esa voz, se tornó un tanto molesta porque sintió que el paciente le estaba jugando una broma muy pesada y le preguntó, “ahora si, ¿soy qué?”, pero ahora si, en efecto, habían halado completamente el hilo desde adentro.


Iba a leer los papeles, mas su ánimo alterado se lo impidió. Empezaron a surgirle varias inquietudes: ¿qué debía hacer con esos papeles?, ¿a quien acudir? Miró al paciente, creyendo que a esa historia le faltaba un pedazo le dijo, “habla, la tarea debe ser completada”. Sin respuestas y desesperanzada pensó: “si esperar es el paso a seguir, esperaré”.


Palabras en el columpio



Démosle más importancia a lo por hacer, que a lo hecho, solo así el futuro será mejor y el pasado irá quedando más elegante.

Soy tan mal jugador que hasta yo mismo me gano.

Se encontraron las ganas con la ocasión: el novio fue a pedir la mano de su amada; al comienzo hubo cierto recelo por el aretico inocente en la oreja izquierda del muchacho, después se entendieron cabalmente y empezó el brindis. Cuando la suegra y la novia decidieron acostarse, él le dijo a él, “las mujeres piensan que esto es de todos los días… ¡ya las iras conociendo!, nosotros nos vamos a seguir festejando”. Ya son las siete de la mañana y todavía no aparecen. Ella le dice a ella, “si así es con la pedida de tu mano, ¿cómo será cuando te cases?”

 “Tengo tantas cosas en la cabeza que no sé por donde empezar”: de eso hace ya mucho tiempo y aún no ha empezado.

Si Sócrates hubiese sido argentino: “sólo sé, que todo lo sé”… ¡Pará, atorrante, pará!