viernes, 27 de abril de 2012

Entrega #3

Canciones Yolofas
















LA MAGIA DE TUS MANOS 

Estoy observando
tus manos desplazarse sobre el teclado de un piano
notas están conjugando.
Me estoy preguntando, ¿qué las mueve?
el gusto por la música
que el oido lleva al cerebro, al espíritu sosiega:
la superficie esa respuesta tiene.
Igual, el fondo también opina:
la luz de la vida, dice
que al cuerpo el movimiento lleva
y a la mente el pensamiento.
Me sigo preguntando:
¿qué acerca mis manos a las tuyas
descordinando en consecuencia, la armoniosa melodía?
Ha de ser la fuerza del amor
impulsada por la luz de la vida.
Cuando las manos ya no estén
¿Dónde ejercerán nuestras luces?

                  COINCIDENCIAS
 Ya ha sucedido algo importante en nuestras vidas:
coincidimos en el tiempo.
De los dos depende, no debe ser circunstancial
que sigamos coincidiendo en los espacios
y las tibiezas pasen, de una piel a la otra. 


Trayendo a colación

Parte de la primera parte de una novela en proceso: 

...  ¿Qué habrá en ese reino de luz? ¿Incidirá nuestra esencia terrena en lo que vendrá? De ser así, Pepe debe estar bien donde esté. A todo el que acogió bajo su techo fue tratado como alguien de la familia, inclusive, con preferencias. Cuando Rosa Agustina llegó para quedarse, se le brindaron todas las comodidades, tanto que en el reacomodo de la dormida terminé en una mesa. Era muy muchacho y aun  recuerdo las discusiones de marca mayor entre los míos, conservadores de huesos azules, y la poetisa Rosa Agustina, de purpúreas ideas. “Yo estuve allí y en verdad eso no pasó de un simple alboroto”, decía mi abuelo. “Lo que tengo entendido es que fueron más de doscientos los muertos”, contestaba ella cuando el tema era la huelga de las bananeras.

Si las personas valieran por los libros que leen, en mi haber habría algo que resaltar: ‘El mundo es ancho y ajeno’, de Ciro Alegría, lo leí antes de los diez años porque para eso Rosa Agustina me enseñó a leer. “Hay dos cosas que siempre he admirado, la institución de la familia y el hábito a la lectura”, dijo entregándome el libro. Y después vinieron, ‘El Conde de Montecristo’, ‘La vuelta al mundo en ochenta días’...  La casa se llenó de libros y conocimientos... y de discusiones, pero sentíamos que nuestro mayor orgullo era tener entre nosotros a Rosa Agustina, quien también se sentía a gusto como se nota en la foto donde aparece riendo junto a mamá. Tiempo después supe que ella había escrito un libro de poesías, ‘Manchas’, el cual fue mandado a recoger por el Gobierno Conservador de entonces y que, su llegada a la casa se debió más que todo a un auto aislamiento. Nunca lo expresó, solo la intuición nos dice que no quería saber nada de ese mundo feroz del cual venía. El rechazo a una invitación del Gobierno venezolano lo confirma: quería pasar el resto de sus días desapercibida; así de simple. Pepe escribía en prosa y ella escribía en versos.  Quien me sorprendió una vez fue mi abuelo, me dijo que se le ocurrían cosas bonitas: “escribí algunas, pero nunca se las mostré a Rosa Agustina porque soñé que un error ortográfico me estaba asfixiando”. “¡Abuelo!, ¿y el diccionario?”, le pregunté. “Al de aquí le faltan las últimas hojas, por eso en el sueño la ‘z’ me agarró por los brazos mientras la ‘s’ se me enroscaba en el cuello”, contestó.    

Rosa Agustina murió dos años después que el poeta Aurelio, para quien se hicieron festivales en su honor. Ella lo hizo en el silencio de la etapa última de su vida. Quise resarcirla y empecé a escribir: “Ha muerto Aurelio: llueve a raudales y relampaguea, así la atmósfera anuncia, que ha nacido un gran poeta. Ha muerto Rosa Agustina: la atmósfera se mantiene serena, ha muerto Rosa Agustina”. De ahí no pasé, es que no se debe enfrentar a los poetas, ellos nacieron para ser disfrutados y en consecuencia aborté la idea. Pepe la lloró, le dedicó el último adiós. Usando palabras escogidas, la instaló en fino pedestal. 

El contraste que se vivió en la casa después del insuseso de la poetisa fue patético, se pasó de ‘las oscuras golondrinas que ya no volverán’, a la terminología del crédito y el contado, la cuota inicial y las cómodas cuotas semanales que germinaron al llegar, para quedarse, Anar Phoz. ¿De donde vino?, nadie sabe. Solo se sabe que en el estante donde siempre estuvieron el diccionario sin las últimas hojas, ‘Aura o las violetas’, ‘Doña Bárbara’… empezaron a florecer el percal y la popelina, el lino y la terlenka. Hablaba enredado, le contaba historias de países lejanos a Pepe. De vez en cuando nos llevaba al Apolo, un teatro a cielo abierto donde veíamos películas de Cantinflas. Cualquier día resulté cargando un bulto de ropa mientra él iba tocando las puertas de las casas ofreciendo “la seda que es azul y bonita, señora; me da tanto de pie y el resto lo paga cómodamente los domingos”. De esa época recuerdo aquel corte de opal, viuda alegre, al que no le encontró cliente y me lo regaló. Fue lo que se llama ‘todo uso’: de noche sábana, en la mañana toalla y después, mamá lo ponía para protegerse del sol mientras lavaba. Anar Phoz se hizo rico, dio las gracias por todo, nos regaló un radio rojo que se convirtió en el tótem de la casa a la hora de ‘Kaliman’, y se marchó. Volvimos a escuchar el apellido Phoz porque años después un hijo, con su mismo nombre, se lanzó a la política y fue concejal de la ciudad ayudado por un voto que le depositó… sí, ya se que adivinaron. Pepe sintió que había ganado algo ante el hecho y esbozó idéntico gesto de alegría al que tiene en la foto, al lado de Anar Phoz, en pleno ‘Paseo de Bolívar’; la misma foto en la cual estuve apreciando sus briosos treinta y cinco años. Si él se me presentara, pensé, ¿con que edad lo haría? ¿La que tiene en esa foto, en la del matrimonio, o con la que se despidió de la vida? Sentí necesidad nuevamente de salir a tomar aire, empero seguí husmeando en el ‘portátil’.

Línea recta, dice la ciencia. Es el todo, digo yo. Nadie sabe de donde viene, nadie sabe para donde va. Nos transporta desde el principio porque es un viaje nuestra vida; subimos y marcamos al comenzar; marcamos y bajamos al finalizar: es el tiempo… el todo digo yo. Ínfima es la porción que nos entrega, ínfimo el espacio para actuar; empero, mentes creadoras adornan la vida. Si tuvo inicio… ¿qué había antes? Si existe límite… ¿qué viene después? En toda la historia del tiempo, lo importante es que aun actúo en su período presente, aunque ya a estas alturas gaste demasiado presente inundando la mente con pasado, y así se me viene el recuerdo de Sabanas, de lo bonito que trataban a Pepe en el pueblo natal: ‘maestro’, le decían. De ahí salio para San Basilio a enseñar, enamorarse y casarse. “Mijo, anoche tuve un sueño raro donde alguien no precisado me decía, busca en el centro de la ciénaga y encontrarás”, me dijo un día de una de las tantas vacaciones en Sabanas. Ese día estuvimos en la ciénaga haciendo cálculos primitivos y logramos fijar una zona imaginaria donde creíamos se encontraba el centro. Después nos miramos sintiendo el desasosiego de estar perdiendo el tiempo y nos fuimos a desayunar. “Dé por hecho que buscaré en el centro de la ciénaga”, esa fue la promesa que hice ante su cadáver… “¡y será pronto!”, le confirmé, aunque ya no estuviera viendo en sus ojos la vivacidad que trasmitían ante la inminencia del conocimiento.

El estornudo sonó diáfano. Por el movimiento brusco, evitando salpicar el ‘portátil’, cayeron al suelo varios papeles. Me llamó la atención un diploma donde se leía, ‘Mención Honorífica’, concedido a mi abuelo por su talento musical. Sabía que en sus años mozos compuso una canción que tituló ‘Inés Emilia’, dedicada a una de sus hijas, o sea, tía mía. Lo novedoso es el hecho de haber estudiado música y no habérmelo comentado, ¡tanto leerle a Vargas Vila! Incluso, me hablaba de amores extraviados por los vericuetos de la vida, pero de citada capacitación nunca hizo comentario alguno: Pepe heredó algo de esa parquedad, no hablaba de logro personal alguno habiendo confederado tantos.

Quise evitar el segundo estornudo y anudé la pita alrededor del ‘portátil’ después de haberle acomodado todo. Salí en dirección de la cocina para tomar agua, cuando el vaso estaba quedando vacío, me acordé del celular y volví al cuarto, el aparato estaba encima de la cama al lado de la almohada, lo agarré; antes de volver a salir eché una ojeada, la mirada se detuvo en una foto que quedó un poco debajo de la cama, precisamente la foto del día en que conocí el mar; inconcientemente dejé el vaso en una silla y me senté en el piso observando la foto: soy franco, ese mar, el de la primera vez, no me impresionó mucho, era como si yo hubiese venido de otro mundo donde existiera mar; todo fue natural: empecé a jugar con las olas y parecía que las olas jugaban conmigo porque de tanto tirarme, llegó una que cuando me vio en el aire aguantó el viaje y  el impacto lo recibió el cóccix en pleno. He ahí el detalle del por qué las fotos interesan más a los que en ellas están. La razón es sencilla, las otras personas solo ven quietud, pero los implicados saben qué circunstancias se vivían al momento de la toma. Comentándoles que en la mente volví a sentir el dolor del cóccix, o mejor, fue como si lo estuviera viendo, les estaría diciendo que las fotografías también mueren cuando morimos los que en ellas estamos porque el resto, de cierto, no verá motivos ni sentimientos aprisionados en las mismas. El caso es que por el dolor, estaba en su apogeo, no escuché los llamados de Pepe para la foto, vino entonces a buscarme, llevándome por el brazo me acomodó: “qué raro eres, todos estamos divirtiéndonos menos tú; ven, siéntate aquí”, me dijo. Esa es la explicación del por qué no concuerdan la posición de mi cuerpo con la expresión de mi cara. Es decir, esa sentada ameritaba una sonrisa. El barrigoncito, el de los ojos apretados, soy yo. En la foto se veían, además, los ocho hermanos nacidos hasta entonces, mis padres, el abuelo, a Rosa Agustina, y a la señora Beatriz. En el fondo, el mar café terciado de Pradomar, entre éste y nosotros, un señor con una pantaloneta demasiado grande y una señora llevando de la mano a un niño. Creo que aquel día fue la única vez que Pepe escribió algo en versos, recuerdo el “¡caramba Pepe, te sobraste!”, de Rosa Agustina cuando leyó:

El mar se deja acariciar, por la brisa juguetona.
El sol se muestra complaciente, con los amantes de la playa.

Y la diferencia de azules, dibuja en la distancia, la curva insinuante: horizonte encantador.

Vuela la imaginación, se conciben metáforas.
Engalanamos entonces, ese mar que tanto nos consiente.


Muchos años después le pregunté: ¿Pepe, ese mar es marrón, donde la diferencia de azules? “La imagen de los dos azules me la regaló el mar y el cielo de Taganga”, respondió, “el mar marrón fue la inspiración”, concluyó. Deseé con vehemencia que la foto tomara vida; estaba viva la mañana del domingo, por ende, no encontré impedimento alguno cuando me entraron ganas de ir a Pradomar para recordar tiempos preciosos idos; me llevé la foto con la intensión de ubicar el lugar donde fue tomada, aunque sabía que las olas habían inferido cambios a la playa: recordar es vivir, dicen; también debe ser auto flagelación emocional, sobre todo en este caso particular en el cual varios de los personajes muy queridos de la foto ya no estaban. Descubrí sin querer la desesperanza habiendo encontrado el lugar exacto de la ubicación, el  movimiento y el tiempo se habían llevado el resto…‘después de todo’, llegué a pensar, ‘¿Qué habría sido del señor de la pantaloneta grande, la señora y del niño a esas alturas?’: ¡miles de caminos existen! Sin embargo, en aquel instante de la vida fuimos conectados. Las lágrimas salieron aupadas por los sollozos al colocarme en el lugar y la posición con la cual Pepe quedó perpetuado en la foto. La gente pasaba y me miraba extrañada porque veían solo el exterior, pero adentro se batía el coctel de las nostalgias…   


Palabras en el columpio



















Cualquier átomo de nobleza debe tener cierta gente, aunque su comportamiento lo desmienta.


Dicen que no mata una mosca, pero para mí, acelera hasta con los motores apagados.


Estaba saliendo apenas un chorrito, Napoleón le metió un palo al tubo y empezó a salir un ‘chorrón’. Todos se dieron cuenta que fue él, por tal, me creí con licencia para refrescarme un poco. Cuando la maestra llegó preguntando por el causante, y el único mojado era yo, al muy bellaco le salió bien la coartada señalándome. Si señor, como no, me arrodillaron sin atenuantes. En esas estaba cuando llegó el vendedor de ‘conservitas’. Toda la publicidad de su producto la basó haciendo burlas sobre mi condición, y los compañeros de clase riendo a mandíbula batiente. “Ahora les daré una prueba para que vean la calidad del producto”, dijo el tipo. A mí, el ojo me empezó a bailar, sin embargo, el hombre además de cómico salió ético: “al joven que está castigado, por simple lógica, no lo podemos premiar”. Ese día me estrené la injusticia, y al mismo tiempo supe también lo que es el arrepentimiento: Napoleón esperó a la salida para entregarme la ‘conservita’ que le había tocado.


Una oreja con cargos de conciencia: “yo si soy desconsiderada, mi hermana vive aquí, no más que a la vuelta, y nunca la he ido a visitar.


Prepárense muchachos, hoy hay ‘quen, quen’, la seño dijo que iba a preguntar las tablas de multiplicar salteadas.


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