Canciones Yolofas

ENCUENTROS AFUERA DE LA MEMORIA
Si me concedieran un deseo pediría sin dudarque nos volvieramos a encontrar.
No importa que medie la diferencia de edad
con que coincidimos en la vida.
Tu ausencia física me ha enseñado
lo especial que fuiste
sincronizando a la perfección la palabra amigo
y elevando a sagrado, el sentimiento de lealtad.
Cualquier día descubrí tu tristeza, estando yo triste
y mi alegría, cuando se asomaba, estimulaba tu alegría…
Pediría sin dudar
que nos volviéramos a encontrar.
Caminaríamos tomados de la mano, te daría el abrazo
que inconsciente, te pude haber negado.
Te afeitaría, te leería, querido abuelo
si nos volviéramos a encontrar.
YA PASÓ
Y así como toda vida va bebiéndose su tiempoeste amor ya agotó el suyo.
Considero que a bien creíamos… ¿recuerdas?
duraría lo que el resto de nuestras vidas.
Trayendo a colación
LA DOCTORA
Tarde cristalina de Diciembre en el
Caribe, la Doctora llegó animada
musitando canciones navideñas y entró a la
pieza. “¿Cómo está mi novio?... ¿ah?... ¿por qué tan callado, eh?, le dijo al
paciente, quien siguió con la mirada perdida en la distancia. “No me gusta,
pero para nada, esa actitud tuya. Llego y ni me determinas, si sigues así te
juro que voy a olvidarte”. Continuó diciendo mientras miraba las planillas
donde llevaba anotado lo pertinente al tratamiento empleado. Creyó ver cierta
reacción en el paciente y la avecinó al trino del pájaro que se había posado en
un roble cerca de la ventana; instintivamente se le arrimó, “a ver mi rey, yo
soy tu canaria”, pero se desanimó al notar que la mirada continuaba aferrada a
la nada, aún cuando el pájaro seguía cantando. Él parecía no tener ningún cable
conectado, y todo apuntaba a que esa condición era irreversible. Consciente de
que estaba en presencia de alguien, sin el alguien adentro, la Doctora
despreocupada a veces se cambiaba de ropa delante de él; ese día se colocó el
uniforme pero no se calzó las sandalias que le permitían andar cómoda por el
hospital psiquiátrico. Después de escribir algunas notas se sentó a su lado
todavía descalza. Columpiando las piernas empezó a buscar mentalmente los temas
con los que evaluaría a sus alumnos, inmersos en la
habilitación. De pronto mantuvo su pierna izquierda levantada para observar
algo que se le había adherido al pie. “Eres tú”, exclamó asombrado el paciente.
“¿Yo qué?”, preguntó sorprendida desde el lugar donde quedó después del
brinco, sin darse cabal cuenta que la reacción tan anhelada se estaba
produciendo. “Eres tú”, volvió a decir desorbitando los ojos. Ella se preocupó
más por el señalamiento que por la reacción: “¿yo?... ¿yo, qué?” “La misma
marca”, dijo él, señalándole el pie.
“Es el recuerdo más lejano de mi
vida, y por lo visto, me acompañará hasta el último de mis días. Como la marca
en el empeine del pie izquierdo, el hecho también me quedó tatuado en la mente:
estaba jugando con una cajetilla de fósforos a manera de carrito, mamá
preparaba los alimentos, no me di cuenta
de la braza que había caído al suelo, de verdad estoy viendo la acción y
sintiendo el dolor, literalmente se me incrustó. Veo también a mamá salir
apresurada para mirar que me había pasado. Del episodio no recuerdo más, así
fue”, le comentó el paciente a la Doctora después que ambos juntaron los pies
izquierdos para comprobar el asombroso parecido, hasta en la concepción de la
cicatriz. “A mi fue en un asado”, dijo ella y luego prosiguió, “mamá se
descuidó y cuando vino exaltada a socorrerme por los gritos que yo daba, ya la
braza había hecho el trabajo, y ahora que lo mencionas, es también mi recuerdo
más lejano”.
El volvió a encerrarse en sí mismo,
fue cuando la Doctora se percató de lo ocurrido y tomó nuevamente su rol, le
hacía preguntas, le tomaba de las manos, pero nada. Hasta llegó a dudar:
“tu eres el paciente, pero quien necesita ser tratada…”. No terminó la frase,
vio de frente los ojos azules, ahora expresivos, y esta vez si estaba decidida a
sacarle el mayor provecho desde el punto de vista científico. “Me ibas a decir
algo”, le preguntó. La respuesta fue solo una mirada serena; estaba a
la expectativa por cuanto los ojos dejaban entrever que adentro aún había luz y
de un momento a otro volvería a reaccionar. “El brazo”, dijo él. “A ver,
primero dime…”, lo interrumpió. “El brazo”, insistió decidido a no dejarse
interrumpir, “estaba sentado en el inodoro, mi hermano mayor me entusiasmó para
que jugáramos a la ‘ñoña’, él nunca jugaba conmigo, por eso salí alegre,
recuerdo que perseguían a otro compañero lejos de mí y me nació un irresistible deseo de sentarme en la verja más cercana, cuando pisé el bordillo se me fue
el cuerpo, ¡mi pobre brazo! Tengo el recuerdo de esa lejana noche como si
hubiese sido ayer, mira nada más”. Al decir esto último alargó el brazo
izquierdo. Ella gritó espantada alargando también el suyo; las absurdas curvas
eran gemelas. “No cabe duda, eres tú”, remató el paciente.
En esta ocasión estaba dispuesta a no
perderlo, hacía lo posible por mantener su atención, al extremo de olvidarse
del señalamiento, ‘tú eres’. Le hablaba y lo miraba fijamente, parecía buscar desesperada la punta externa de un hilo cuya otra punta halaban desde adentro para poder sujetarlo. Aunque citado esfuerzo parecía vano ya que él tenía la
predisposición: quería hablar largo. Sin embargo, el tiempo transcurría y él
continuaba ahí encerrado, ante lo cual a ella le iba entrando cierto recelo, nuevamente
el parte médico pasaba a un segundo plano, gagueando se atrevió a preguntar:
“¿soy qué?
“Pensé que nunca te encontraría, las
señales son inequívocas. Cuando rondaba los ocho años, al frente de la casa se
mudó un señor extraño, vivía solo, lo bautizaron Migue porque
parecía que no podía hablar y la única vez que dijo algo en público fue un
sonido parecido a ‘guigue’, de ahí el apodo. Lo veíamos salir todas las mañanas
y regresar en la tarde. Cualquier día fui a comprar la leche para el desayuno
antes de la hora acostumbrada, alguien de la casa iba a viajar; en el camino a
la tienda me detuve a mirar una pelea de perros, sentí muy cerca su voz, entre
varios sonidos incomprensibles creo que alcancé a escuchar ‘guigue’. Asustado
intenté correr, él extendió la mano, en ella reposaba una pelota de caucho, de
las que traían labradas letras y números… ¡imagínate el susto! No acepté el
ofrecimiento y duré varios días escondido. Una tarde estaba bañándome con el agua
de una lluvia copiosa, cuando sentí la pelota de caucho rebotando contra el
piso, se limitó a mirarme los pies descalzos y después se alejó dejándome la
pelota. El siguiente encuentro sucedió a la salida del colegio, me regaló cinco
centavos…”. Sintieron pasos acercándose, interrumpió la narración y empezó a
proyectar la mirada hacía la nada. Ella temió perderlo y lo agarró por los
hombros dándole fuertes sacudiones. En esa labor estaba cuando entró la
asistente, “¡uso Doctora, cuanto optimismo! Oiga, acuerdese que hoy hay Junta
de Comité Científico, ya vi movimientos”; seguido sacó de una bolsa varias
blusas, “mire Doctora, que preciosidad, son para pagar en cómodas cuotas
semanales”. Ni blusas ni reuniones, quería llevarse al paciente bien lejos a
donde nadie los molestara. “Doctora”, dijo un médico desde la puerta, “la
estamos esperando”.
Después de la Junta, los médicos
fueron invitados a una cena por la directiva del hospital, en donde les expusieron
algunas modificaciones a realizarse en la planta física y en el organigrama de
la institución, de tal suerte que la Doctora no pudo volver a la pieza. Dichos
cambios tenían la fuerza impulsora en la generosa donación que hicieron los
hijos del paciente al hospital. Al día siguiente llegó temprano, la ansiedad
afectaba a tal punto su comportamiento que olvidó la habilitación. Alguien la
llamó al celular, “¿Doctora, cómo está? Vea, le traje queso del pueblo, está
sabroso. Doctora, dígame una cosa, ¿en la habilitación entran todos los temas?”
De inmediato telefoneó a la secretaría de la facultad, “por favor, anuncien el
aplazamiento del examen para mañana a las cuatro de la tarde, hoy me es
imposible”. Ahora estaba frente al motivo de su ansiedad, cierto pesimismo la
arropó al verlo ensimismado, no se atrevió a decirle ‘mi novio’, francamente no
sabía como empezar, se acordó del señalamiento y trató de calmarse, sus temores
se vinieron al suelo cuando el paciente le dijo, “la estaba esperando”. “¿Al
fin, quien está desquiciado, tú o yo?”, dijo ella. Él, saltándose el
interrogante, empezó a decir de manera mecánica, “le fui perdiendo el miedo al
loco Migue, quizás debido a las monedas, no sé, de todas formas al verlo sabía
que contaba con cinco centavos. No entendía nada, ni sospechaba cual era el
interés, me bastaba con las monedas. Por pura casualidad escuché a alguien
decir que él había sido muy malo y estaba escondiéndose aquí. Yo, la verdad, lo
percibía inofensivo”. Dicho lo anterior miró a la Doctora, quien estaba como
hipnotizada, pasó la vista a través de la ventana y continuó, “en cierta
ocasión me entregó un papel, sin articular palabra señaló el alero de la casa
donde vivía, haciendo énfasis en un tubo azul que sobresalía entre el tejado y
la pared, además insistió en que eran dos orificios y un tubo. Después colocó
el dedo índice sobre el papel para revelar, acaso, que hay estaban las
indicaciones. También señaló la ranura en donde relucían dos monedas”. La nueva
interrupción se debió a la complicación de uno de los pacientes en las piezas
múltiples, suceso que la mantuvo alejada algo más de media hora. Aprovechó e
hizo la primera ronda. Llegó, no dijo nada, simplemente se sentó; convencida de
que él seguiría hablando sin siquiera insinuárselo se acomodó y efectivamente
el paciente continuó la narración, “entre las gesticulaciones y lo escrito en
el papel, entendí que desde las seis de la mañana el tubo estaría en el hueco
derecho, y las cinco de la tarde cambiaría; en el papel decía al respecto, ‘la
mañana tubo recibir sol, la tarde pasar despedirlo’, buscando la total
compresión de mi parte; es decir, me tenía que asomar temprano de mañana y al
anochecer, de no darse la situación descrita tenía que proceder tal cual lo
había escrito, ‘No cumplir nota entrar casa. Buscar baja cama. Piso hueco.
Asegurar papel. No decir’. Luego me entregó una copia de la llave y en cada
asomada la ranura me ofrecía dos monedas. Recuerdo aquel sábado, eran las seis
de la tarde, después de un largo tiempo de estar cosechando monedas, el tubo permanecía en el lado derecho, y la ranura sin monedas; me asusté ante el
hecho, pero estaba resuelto: fui a buscar la llave. Adentro encontré muchos
libros, recorrí apresurado las tres habitaciones, la cocina, el baño y el
patio, no había rastros de él; me detuve y abrí un libro que estaba sobre la
mesa, era un diccionario donde las palabras estaban en español y los
significados en otra lengua. Procedí a seguir las instrucciones, los papeles
estaban en el lugar donde él explicó, debajo de una talega mediana que contenía
muchas pepitas de oro, que entre otras cosas, fueron la base de mi vida
económica. Pensé en él y salí tratando de no ser visto, aseguré los papeles y
la talega en la guaca de las bolitas de
uñita. Esa noche me acosté tarde esperándolo, al día siguiente me levanté
temprano, miré el tubo, continuaba en el mismo lugar a las cinco de la mañana,
volví a entrar y esta vez hice una inspección minuciosa; encontré algunos billetes raros, unos binoculares y un sombrero antiguo, en esta ocasión dejé
todo intacto esperanzado en su regreso. A los pocos días de haberse regado la
noticia, los vecinos empezaron a saquear la casa, el sombrero terminó
complementando un disfraz de carnaval”.
“¿Y donde están esos papeles?”,
preguntó ella. “Los tengo guardados en la casa”, dijo él. La Doctora se las
ingenió, le programó un nuevo tratamiento donde era necesario pasar un día
con la familia en vista de los progresos evidenciados. La primera salida fue
suficiente, él llegó, tomó los papeles, y una depresión obsesiva obligó a que lo
internaran de inmediato. Cuando la Doctora supo la novedad se trasladó al
hospital. Lo encontró sentado en la cama totalmente ido, “oiga, estamos solos,
no necesita simular”, le dijo. Él siguió perdido. Convencida de que ahora si
era definitivo, empezó a esculcarlo. “No me vengas a…”, interrumpió la frase,
sus dedos tocaron algo que estaba guardado en un bolsillo interno del pantalón.
Se detuvo, pensó dejar las cosas para después de ir al baño; cuando se dio
cuenta que tenía que desnudarlo para lograr su propósito, decidió hacerlo de inmediato aprovechando que no había nadie cerca, le bajó el pantalón, sacó un
atado de papeles plastificados, y lo volvió a vestir. “Sólo me es dado decir,
que vivimos en el reino del tiempo y el espacio, y el último suspiro que aquí
damos, es el primer paso hacia el reino de la luz. Que la vida va de reino en
reino, cuando llega entra en el cuerpo, lo disfruta y padece, luego lo abandona
cuando tiene que partir, me es dado sólo decir”, y luego concluyó, “espera
quien te los reciba, o espera el llamado”, señalando los papeles. La Doctora, ajena
a que nunca más volvería a escuchar esa voz, se tornó un tanto molesta porque
sintió que el paciente le estaba jugando una broma muy pesada y le preguntó,
“ahora si, ¿soy qué?”, pero ahora si, en efecto, habían halado completamente el
hilo desde adentro.
Iba a leer los papeles, mas su ánimo alterado se
lo impidió. Empezaron a surgirle varias inquietudes: ¿qué debía hacer con esos
papeles?, ¿a quien acudir? Miró al paciente, creyendo que a esa historia le
faltaba un pedazo le dijo, “habla, la tarea debe ser completada”. Sin
respuestas y desesperanzada pensó: “si esperar es el paso a seguir, esperaré”.
Palabras en el columpio
Démosle más importancia a lo por hacer, que a lo hecho, solo así el futuro será mejor y el pasado irá quedando más elegante.
Soy tan mal jugador que hasta yo mismo me gano.
Se encontraron las ganas con la ocasión: el novio fue a pedir
la mano de su amada; al comienzo hubo cierto recelo por el aretico inocente en
la oreja izquierda del muchacho, después se entendieron cabalmente y empezó el
brindis. Cuando la suegra y la novia decidieron acostarse, él le dijo a él,
“las mujeres piensan que esto es de todos los días… ¡ya las iras conociendo!,
nosotros nos vamos a seguir festejando”. Ya son las siete de la mañana y todavía
no aparecen. Ella le dice a ella, “si así es con la pedida de tu mano, ¿cómo
será cuando te cases?”
“Tengo tantas cosas en
la cabeza que no sé por donde empezar”: de eso hace ya mucho tiempo y aún no ha
empezado.
Si Sócrates hubiese sido argentino: “sólo sé, que todo lo sé”…
¡Pará, atorrante, pará!
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